Movistar estrena en nuestras pantallas el espectacular documental que el cineasta Giuseppe Tornatore dedicó al compositor italiano, a quien entrevistó -junto a otros 50 artistas de relumbrón- unos meses antes de su muerte, en 2020.
Las notas musicales eran para él como ladrillos. Los apilaba en distintas composiciones, que a su vez formaban paredes y muros que daban lugar a edificios. Morricone edificaba con su música. Construía auténticas catedrales con ella. Y lo hacía a la velocidad del rayo. Escribiendo mientras hablaba por teléfono o se tomaba un café, en el mismo tiempo que cualquiera de nosotros tarda en hacer la lista de la compra. Tenía la música en su cabeza antes incluso de plasmarla sobre el papel. La divisaba mejor que nadie. Anidaba en su cerebro. Por eso a veces parecía distraído. Absorto. Tímido. No hay genialidad sin peaje.
Y todo esto no lo digo yo, lo dicen algunos de los testimonios del documental Ennio, el maestro (2021), magistralmente dirigido por Giuseppe Tornatore y estrenado recientemente en nuestras pantallas a través de Movistar. Tornatore le conoció bien: logró hacerse con sus servicios – cuando aún era un director emergente de solo 32 años, todo un privilegio- para la memorable Cinema Paradiso (1988), una película cuya música es prácticamente igual de relevante e inolvidable que su trama. Es prácticamente imposible escucharla sin que la garganta se anude.
Talento inabarcable
El cineasta tuvo la ocasión de entrevistar durante horas al músico unos meses antes de su muerte a los 91 años, el 6 de julio de 2021. Cuando se grabó, Morricone (1928-2020) mostraba una estupenda salud y una gran lucidez. Y no pudo ser más oportuno, porque su documental es un testamento absolutamente definitivo e indispensable, plasmado en dos horas y media de metraje, para entender los muchos vértices de un músico que fue bastante más que ese creador de bandas sonoras por las que casi todo el mundo le conoce (El bueno, el feo y el malo, La misión o Novecento, entre muchísimas otras).
Ennio Morricone, quien de pequeño quería ser médico hasta que su padre le obligó a seguir sus pasos y darle todo el día a la trompeta para empezar a ganarse la vida, fue un músico mucho más versátil, original, arriesgado y heterodoxo de lo que el imaginario popular le ha concedido. Es un tópico que muchos músicos de rock lo tengan en un pedestal por ese sonido fronterizo tan característico de las bandas sonoras de los spaghetti western que rodaba Sergio Leone, con quien tan estrechamente trabajó, pero a lo largo de toda su larguísima carrera se prodigó también en trabajos minimalistas, experimentales, áridos, deudores de las música concreta y de las enseñanzas de John Cage, y que generalmente componía para proyectos que comercialmente fracasaban (y de cuyo fracaso se hacía corresponsable). Hasta el Óscar se le resistió. Lo obtuvo extemporáneamente. Muy tarde.
Él mismo lo dice en el documental: las bandas sonoras eran la música que hacía por encargo, lo demás era la música que componía para sí mismo. Su mundo era mucho más rico que el de los soundtracks. Ocurre que cuanto más quería distanciarse de ellas, más le llamaban. Y lo que hizo para Mina en «Se Telefonando» (1966) es uno de los highlights de la película, al mostrar cómo era capaz de crear canciones enormes que desafiaban la escala melódica común de su época.
El documental de Tornatore cuenta con un elenco de testimonios que es un auténtico all star: músicos y cineastas como Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio, Dario Argento, los hermanos Taviani, Dulce Pontes, Barry Levinson, Roland Joffé, Joan Baez, Oliver Stone, Quentin Tarantino, Bruce Springsteen, Hans Zimmer, Pat Metheny o Mike Patton. Directores de cine épico, western, terror, drama, pulp o intriga. Músicos de pop, rock, clásica o metal. Todos ellos, marcados por la productiva genialidad del prolífico genio romano. Una panorámica irrebatible.
Pero, sobre todo, muestra de forma detallada todos y cada uno de los recovecos, los porqués de cada uno de los giros argumentales de una carrera que, al fin, es reconocida como equiparable (y más lo será conforme pase el tiempo, aunque de aquí a 200 años, que es el lapso que esboza la película, ninguno estaremos aquí para certificarlo) a las de Schubert, Mozart, Beethoven, Bach y todos esos compositores de música clásica teóricamente «culta» que tanto admiraban esos profesores de música que a su vez tanto recelaban en un principio del éxito de Morricone con sus trabajos para el cine.