El mal genio del pionero del rock and roll, recientemente fallecido, erupcionó hace tres décadas en A Coruña en una muestra de su peculiar carácter.
Ocurrió hace casi treinta años. Un diez de julio de 1993. Jerry Lee Lewis (1935-2022) actuaba en el estadio de Riazor como parte del Concierto de los Mil Años que se celebraba en A Coruña, mucho antes de que los festivales de música se pusieran de moda. Formaba parte de un cartel de grandes leyendas (Eric Burdon, Neil Young o Bob Dylan, entre otros). Había avisado de que no quería que ninguna cámara pudiera grabarle de cerca.
Cuando un profesional del audiovisual, cámara en ristre, se acercó más de lo conveniente, el Killer del piano le atizó una patada en las costillas. El público empezó a abuchearle. Y él se largó, en medio del griterío y el bochorno y tras haber interpretado solo cinco o seis canciones. Qué feo está eso de pagarlo con el mensajero. No sabemos si volvió a espetarle aquello de “supera eso, negro”, a su colega y antiguo rival, Chuck Berry, cuando este se dispuso a tomarle el relevo en el mismo escenario, tal y como había hecho cuatro décadas antes tras pegarle fuego a su piano y haberse sentido menospreciado por hacer de teórico telonero a Berry. El caso es que este, tal y como Bob Dylan desde hace tiempo, también se negó a que se le pudieran grabar primeros planos. O grabar, directamente.
Jerry Lee Lewis tenía entonces 55 años, aunque ya nos parecía una reliquia. Se había beneficiado, en cualquier caso, de la espléndida acogida que tuvo el biopic Gran Bola de Fuego (Jim McBride, 1989), en el que la interpretación de Dennis Quaid había logrado que hasta nos pareciera un granuja simpático, a diferencia de la estampa de insoportable estúpido ególatra que Oliver Stone nos había transmitido de Jim Morrison en The Doors (1991), otro de los grandes estrenos cinematográficos musicales de la misma época.
Pionero renacido, del ostracismo a la leyenda
Es solo una muestra del carácter asilvestrado, indómito, de este rockero de raza, que elevó al piano (junto a Little Richard o Fats Domino) a una cota de protagonismo en el rock and roll como no volvería a tener hasta los buenos tiempos de Elton John, allá por los años setenta. Habíamos visto hace unos días imágenes de Jerry Lee Lewis recogiendo la placa de su ingreso en el Salón de la Fama del Country, de manos de su amigo Kris Kristofferson, sin saber que eran sus últimos días de vida. El Killer era, a sus 87, el último de los grandes pioneros del género que aún quedaba vivo, tras la marcha de Bo Diddley (en 2008), Chuck Berry (en 2017) o Little Richard (en 2020).
Como le ocurrió también a Chuck Berry, a Little Richard, a Buddy Holly o al mismísimo Elvis Presley (por razones dispares, ya fueran problemas con la justicia, conversión al puritanismo, servicio militar o directamente la muerte en accidente aéreo), su carrera entró en barrena a finales de los cincuenta, al trascender que se había casado con una prima de trece años.
Se recicló durante los años sesenta y setenta como artista de country, pese a los recelos de esa comunidad de artistas. De ahí el enorme valor del premio que le llevó Kristofferson a su casa, aunque llegara tan tarde que por poco no es póstumo. El tiempo y la reivindicación de su legado restauraron su enorme rol como arquitecto de ese viejo rock and roll que fue santo y seña de la cultura de masas en el siglo XX, y en el XXI se está viendo relegado a la condición de uno más de los muchos entretenimientos audiovisuales de un tiempo fragmentado y sobreexcitado de estímulos, en el que las generaciones más jóvenes está, generalmente, a otras cosas, ya que el abanico de su ocio se ha ensanchado y diversificado como nunca.