Las inauditas exigencias de artistas y promotoras (sobre todo) internacionales son una falta de respeto añadida a una profesión ya de por sí condenada a la precariedad
Si las condiciones económicas en las que un periodista cultural (musical, sobre todo) de rango medio desarrolla su trabajo ya son generalmente precarias, esa fragilidad ya cobra visos de pura subsistencia en el caso de los fotógrafos. ¿A alguien se le ocurre hoy en día dedicarse a tomar instantáneas de músicos, en vivo o como material promocional, simplemente como una forma de ganarse la vida? Haberlos, haylos, por supuesto.
Pero los obstáculos con los que se topan empiezan a torpedear un trabajo que ya por sí mismo es un ejercicio de equilibrismo, siempre en la cuerda floja. Abonado a que solo lo puedan practicar aquellos/as que dispongan de otra fuente de ingresos más regular. Salvo casos que ya podemos empezar a considerar heroicos.
El último incordio son las exigencias que muchas figuras internacionales del pop y del rock esgrimen a la hora de verse fotografiados en sus conciertos, y que ha vuelto a recrudecerse este verano con la vuelta de los grandes conciertos y festivales, tal y como ha recopilado eldiario.es.
A la ya tradicional petición de que solo puedan tomarse fotografías desde los fosos durante las tres primeras canciones de cada concierto (una imagen siempre captada con premura, inevitablemente incompleta, mucho antes de que el bolo siquiera se haya acercado a su mejor punto de cocción o a su conexión más directa con el público, pero -ay- cuando el sudor y el rímel corrido aún no han podido hacer estragos) hay que sumar ahora la aprobación del propio artista, quien se arroga el derecho a escoger cuáles fotografías son publicables y cuáles no. A decidir sobre el trabajo de otros.
“Limitación a tres canciones, obligación de abandonar el recinto pasadas esas tres canciones, ubicaciones a decenas de metros del escenario y derecho de elección del propio artista sobre qué fotos se pueden publicar: son algunos de los requisitos en alza”.
Una prerrogativa que, se mire como se mire, es una falta de respeto al trabajo ajeno. Y es doblemente incomprensible desde el momento en el que esas mismas estrellas comparten a diario cualquier aspecto o circunstancia de su vida privada a través de las redes sociales, surtidas de imágenes no precisamente tomadas en acto de servicio.
Equiparan el derecho de pernada sobre las imágenes de un concierto suyo (del que pueden disfrutar decenas de miles de personas en directo) con el que cualquiera de nosotros ejerceríamos sobre un evento privado, llámese boda, cumpleaños, aniversario o fiesta de quintos. Lo que sea. Por un perfil que les incomoda, una papada que se destensa, una barbilla que les acompleja o unas arrugas que pretenden ocultar sus más de setenta u ochenta años, dato tan accesible como simplemente consultar la wikipedia.
Como Bob Dylan, quien hace ya mucho tiempo tiene prohibido no solo el uso de teléfonos móviles a su público en sus conciertos (cosa que no nos parece del todo mal), sino también cualquier clase de fotografía a los profesionales de la prensa, y ninguna pantalla que proyecte imagen alguna de su rostro. En 2022. Algo ridículo, la verdad. Lleva veinte años haciéndolo, y los tímidos llamamientos a poner sordina a sus conciertos en prensa (en Alemania) se diluyeron como un azucarillo.

Empiezan a proliferar también las fotografías de prensa tomadas desde la mesa de sonido, a 100 o a 200 metros del escenario. La prohibición de acercarse al foso. De forma que cualquier espectador de las primeras filas pueda captar una mejor imagen con su teléfono móvil que un profesional con su cámara profesional. Un sinsentido. Una desvalorización de su trabajo. También la obligación de que los fotógrafos abandonen el recinto una vez han tomado imágenes de las tres primeras canciones. No vaya a ser que luego se les ocurra hacer lo que a cualquiera de los 15.000, 20.000 o 40.000 espectadores desde sus diversas y variopintas ubicaciones: hacer una foto o grabar un video. Qué insensatez. Y no se hace por overbooking: 10 o 15 personas más no van a desbordar el aforo. Se aborta también con ello cualquier imagen del público, del ambiente, del fandom que no se amontone ante la valla de contención.
En su derecho están, podría argumentarse. Bastaría con no pasar por el aro. Pero es muy difícil ponerle el cascabel a ese gato. Al igual que ocurre con el periodismo musical, hablamos de un trabajo integrado por profesionales abocados al individualismo, a hacer la guerra por su cuenta, a batallar desde su trinchera particular, tratando de sacar cabeza en un ámbito también condenado a faenar casi por amor al arte, a tomarse esto prácticamente como un hobby: el diletantismo o el proselitismo de quien bastante tiene con ganarse las lentejas tratando de medrar en varios frentes, y a quien muchas veces se le promete compensación a su trabajo a cambio de visibilidad o notoriedad en las redes sociales, esa estúpida zanahoria.
“Es difícil una respuesta colectiva unánime en un ámbito en el que corporativismo y precariedad son prácticamente incompatibles”.
En medio de ese panorama, y por mucho empeño que ponga la Federación de Sindicatos de Periodistas, una respuesta colectiva unánime es más que difícil. El corporativismo se aviene mal con lo precario. Siempre habrá alguien dispuesto a hacer gratis aquello a lo que tú no te quieres plegar, salvo que los medios en bloque valoren el trabajo cualificado, se planten y decidan no dar bola (ni una línea de texto) a quienes sigan planteando exigencias abusivas que casan fatal con la estatura creativa de quienes las postulan y aún peor con la sociedad en la que vivimos, sobreinformada e hiperconectada, fermento para la proyección de un narcisismo que, en su generalizada supresión de aquel velo misterioso que envolvía la privacidad del artista, quiere además tener la última palabra sobre su perfil más favorecedor.
Si tu trabajo es público, tu imagen cuando lo desempeñas también es pública. Y tratar de poner puertas a ese campo revela cierto patetismo.
(Foto de portada: Adorama)