¿Pueden las canciones que escuchábamos en nuestra adolescencia explicar quiénes somos en la mediana edad de nuestras vidas?
Supongo que muchos habréis hecho la prueba: escuchar un disco que os emocionaba hasta el tuétano hace veinte, treinta o cuarenta años, pensando que vais a revivir las mismas sensaciones que entonces. Yo lo puse en práctica hace unos días, con Automatic For The People (1992), de R.E.M.
Hay trabajos tan inagotables que siempre desvelan nuevas vetas: me fijé como nunca antes en los grandiosos arreglos de cuerda de John Paul Jones, admiré otra vez la forma en la que el cuarteto de Athens se meaba (con perdón) en las expectativas del público y aprecié una vez más la conmovedora garganta de un Michael Stipe que sería capaz de tocar la fibra sensible recitando los bienes inmuebles del catastro de su barrio. Pero no logré que me removiera por dentro del mismo modo en que lo hacía en otoño de 1992, cuando lo compré recién estrenados mis 19 años. Y eso que escondí mi móvil, cerré bien fuerte los ojos e incluso diría que apreté los puños. No hubo manera. Sabes que vienes de ahí, pero ya no vives ahí.
Posiblemente porque no podemos revivir lo que ya hemos vivido antes. No al menos con la misma intensidad. Creemos que somos los mismos, pero en realidad no lo somos. No del todo. Tampoco lo son los músicos a quienes admiramos, por mucho que deseemos verles una y otra vez interpretando las mismas canciones de siempre sobre un escenario y estemos dispuestos a volver a pagar (mucho más) por ello: a las pruebas de The Cure me remito. Lo que añoramos en realidad es volver a ser jóvenes. Y eso no va a ocurrir. A la ciencia de momento no le da.
Johnny Thunders, quien tenía bien poco de visionario, cantaba en 1978 aquello de «You Can’t Put Your Arms Around A Memory». No puedes abrazar un recuerdo, al igual que tampoco puedes pretender experimentar en carne viva aquello que has soñado una noche cualquiera, por mucho que lo anotes en un trozo de papel tan pronto abres los ojos. Al igual que no tiene sentido pensar en enamorarte de nuevo de una ex pareja con la que saliste hace décadas. La música tiene el poder de transportarnos mentalmente a otros lugares y a otras épocas por las que quizá ya hemos transitado, y eso nos puede tocar la fibra sensible, pero no deja de ser una experiencia vicaria. Nunca the real thing.
«¿Es más gratificante escuchar la música que nos refleja lo que fuimos hace décadas o aquella que nos conecta con quienes ahora tienen esa edad?».
Nos puede llegar a maravillar la cantidad de conexiones aparentemente inverosímiles que las canciones pueden mapear en la telaraña emocional que nuestra red de vivencias ha acumulado con los años: ¿quién no ha sentido alguna vez que una canción suena aparentemente al azar en el momento en el que una persona que ha significado algo para nosotros aparece como surgida de la nada? Son casualidades que queremos convertir en causalidades, retruécanos del destino a los que conferimos cualidades mágicas que solo las canciones como conjuro pueden plasmar.
Pero nunca evocan exactamente lo mismo que la primera vez. Al igual que ocurre con las relaciones humanas, las canciones y los discos también se desgastan cuanto más los manoseamos. Puede que unas y otros envejezcan mejor que otros, retengan más o menos vigencia según las modas y el contexto, pero nunca conservan exactamente la misma significación que cuando vieron la luz por primera vez.
Siempre habrá quien no piense así. Quien prefiera seguir escuchando los mismos discos y canciones una y otra vez. No viene mal darse un baño de nostalgia de vez en cuando. Es sano. Aunque haya quien viva instalado en ella y asocie el consumo de música a una fase de su vida que ya no volverá, un vago recuerdo de aquella existencia anterior al momento en que la pesada losa de las obligaciones laborales y familiares aplasta todo. La sombra del remember.
¿Puede una canción de 1986 explicar quienes somos en 2022? Quizá. Aunque no lo creo, sinceramente. Uno tampoco es partidario del adanismo porque sí, y también es cierto que hay tiempo para todo, pero generalmente prefiere escuchar ahora lo nuevo de Beach House a la discografía de Cocteau Twins, las nuevas canciones de Margarita Quebrada a las viejas de Décima Víctima o Joy Division, las arengas de Dry Cleaning a los clásicos de The Wedding Present, lo nuevo de The 1975 a los hits de Tears For Fears con los que nos han dado siempre la turra las emisoras de oldies, las letanías de The Orielles a los magníficos experimentos de Stereolab o, qué sé yo, los petardazos disco funk de Lizzo a los de Kylie Minogue cuando cerrábamos discotecas.
Y dando la vuelta como un calcetín a mi mismo argumento, es posible que lo más nuevo también revele su condición vicaria respecto a lo viejo, su costura de resultón sucedáneo. Pero al menos apela, a diferencia de muchos de los clásicos que ya tenemos requetemanoseados, a dos o tres generaciones por su forma de reescribir sobre renglones ya bien usados pero apelando a una sensibilidad de ahora: nos conecta a quienes fuimos no por lo que fuimos nosotros sino por lo que son aquí y ahora quienes tienen en este momento 22, 28 o 30 años. Y yo prefiero esto, al menos hoy por hoy. Hasta que me vuelva a desdecir.