Pocas cosas pasan más estériles ante los conflictos que la música. No nos salvarán. Hasta que recuerda aquella memorable escena de Salvar al soldado Ryan o aquella foto del anciano de Alepo.
Obviamente, el interrogante que plantea el titular de este texto se contesta por sí mismo. Un rotundo no. Pasan los años, las generaciones se suceden, se replantean y se reequilibran los contrapesos políticos que mueven los hilos de este mundo, pero seguimos sin aprender lo básico: que recurrir a las armas para resolver conflictos no soluciona nada. Crea dolor, muertes, millones de refugiados y enquista los problemas a largo plazo. En una época en la que suponíamos que los coches volarían, resulta desalentador que pueda germinar otra puñetera guerra en plena Europa. No hemos aprendido nada como especie.
Ante tal panorama, recurrir a las canciones puede parecer un ejercicio de infantilismo. Ya puede venir John Lennon, los Creedence Clearwater Revival, los Cranberries, Green Day o Ska-P, por solo mencionar algunos autores de himnos antibelicistas, que al final lo suyo no son más que bonitos juegos florales. Brindis al sol. Monumentos a la ingenuidad. Odas a una empatía que queda hecha añicos ante la cruda realidad, la de los intereses económicos que siempre hay bajo cualquier confrontación armada. Ni patria ni historias. Es el petróleo, los combustibles, la codicia imperialista y el ansia de dominación mundial.
«Nada más inútil ahora mismo que los himnos antibelicistas de John Lennon, Creedence Clearwater Revival o Green Day, bonitos juegos florales, monumentos a la ingenuidad».
Que se lo expliquen a los ucranianos o a los palestinos. Incluso sus músicos más renombrados han reconocido abiertamente que no es tiempo para conciertos, canciones ni protestas que tengan que ver con la música. No hay tiempo material. Cuando lo que urge es salvar el pellejo, ya pueden irse al garete los discos, los libros y la películas. Ninguno de ellos va a poner tu vida a buen recaudo. Son bienes del primer mundo que de poco sirven a quienes se ven desposeídos de lo más básico.
Vivimos un tiempo que alienta al cinismo. Al escepticismo. A abandonar toda esperanza en el género humano. Por si no hubiéramos tenido bastante con la pandemia, otra peste (pero ya en versión siglo XXI) para agudizar desigualdades, nos vemos ahora abocados a la insoportable matraca de una guerra que, como casi todas, empieza como una infección local pero puede verse convertida en algo mucho más grande.
Porque no es difícil intuir que Ucrania o Palestina solo sea una pieza estratégica de un plan a más gran escala, sobre todo cuando las operaciones las dirigen tipos con ínfulas de dictadores y no transmiten ni un milígramo de emoción, empatía o humanidad en ninguna de sus apariciones públicas. La cara es el espejo del alma, dicen. Y las sombras de un siglo tan bestia como el XX aún son alargadas, aunque lo creyéramos superado.
El «Give Peace a Chance» y demás sonsonetes idealistas, de protesta, antibélicos, llamando a la concordia o a la autonomía de los pueblos del mundo, parecen ahora cantinelas tan vacuas e infantiles como esas pancartas que colgaban de nuestros balcones, los todovaasalirbien orlados de angelicales arco iris. Solo faltaba el unicornio plateado. Invitaciones a la compasión. A la pena, penita, pena.
Y sin embargo, y pese a todo lo dicho, por mucho que seamos conscientes de que los miles de gigabytes, los emepetreses, los kilos de vinilos o los montones de círculos planos de policarbonato (o sea, discos compactos) que pueblan nuestras estanterías y atiborran nuestros PCs y teléfonos móviles serían lo primero que podríamos desechar en caso de necesidad extrema, si nos viéramos obligados a abandonar nuestros domicilios a la carrera so pena de acabar sepultados bajo escombros (como ya ocurre en Ucrania), uno no puede evitar acordarse de aquella magistral escena de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), cuando en un receso de la contienda, en un respiro en medio del extenuante infierno que viven Tom Hanks y compañía, emerge la música de Edith Piaf como una fuerza sobrenatural. Como lo más bello que alguien pueda imaginar. Como esa fantasía imprescindible para soportar tanta realidad, que dice un buen amigo.
Y le gustaría congelar ese momento. Para siempre. Porque no, ni las canciones ni los discos nos salvarán el pescuezo. Pero en la más terrible de las experiencias, cuando el instinto de supervivencia del ser humano se ve en el brete de traspasar umbrales nunca imaginados, siempre habrá una melodía rondando en nuestra cabeza, como una flor que brota del pestilente estiércol, para hacernos soñar con un mundo más justo y acogedor. Y no podríamos (sobre) vivir sin eso.