La polémica suscitada por el próximo bolo de Lori Meyers en el Wizink, zanjada por la propia banda, evidencia el inclemente desequilibrio del sistema tan desigual como la sociedad a la que nos encaminamos.
Es el sistema capitalista. Es la economía, estúpido. Como con tantas otras cosas. Y contra eso es difícil luchar. La pandemia no solo no nos hizo precisamente mejores, sino que contribuyó a agrandar las brechas de desigualdad en nuestra sociedad. Y la música no vive al margen. ¿Debería la música segregar a su público en directo?
Primero fueron los precios desorbitados de las entradas de la mayoría de las grandes giras y festivales internacionales. No han ido a menos durante el último año. Al contrario.
Luego fueron los precios dinámicos: dejar en manos de un algoritmo que decida el precio de la entrada de un concierto por la mera ley de la oferta y la demanda. Precios móviles en cuestión de horas. Tan volátiles como el euribor, tan especulativos como el inmisericorde mercado de la vivienda. Bruce Springsteen fue uno de los primeros artistas célebres que se acogió a este sistema, y le llovieron las críticas. Nadie estaba preparado para que el boss, antaño héroe y portavoz de la clase obrera, se pusiera de parte de quienes más tienen.
Y ya por último, en nuestro país, el anuncio de que Lori Meyers iban a celebrar un concierto en el Wizink Center madrileño el próximo mes de diciembre sujeto a condiciones más que dispares. El grupo y la promotora del concierto habían tomado la decisión de dividir la zona de pista en dos partes generando una zona Golden con un coste de 45 euros (o 150 euros si la entrada es VIP), frente a los 35 euros que cuesta la pista general.
Pero la experiencia era muy diferente según el tipo de entrada a disposición del público, como reza este tablón en el que se explican los distintos tipos de prestaciones, y eso es algo que ciertamente chocaba en un grupo como Lori Meyers: curtido hace veinte años en el mundo indie, músicos absolutamente accesibles, sin divismos. Currantes de base, gusten menos o más.

A los pocos días, y tras el revuelo generado en las redes sociales (Lori Meyers llegaron a ser treding topic), azuzado por la indignación de sus fans, la banda granadina decidió recular y eliminar las zonas Golden y VIP para anunciar que toda la pista se cobraría a 35 euros. El gesto fue aplaudido en las mismas redes sociales en las que había arreciado la tormenta en los días previos.
A la mierda las zonas Golden y VIP. Toda la pista a 35€
— Lori Meyers (@lorimeyersband) February 17, 2023
A los que habéis comprado esas entradas muchísimas gracias, se os devolverá el importe completo o la parte correspondiente si pasáis a pista u otra localidad.
Nos vemos el 30 de diciembre en el WiZink.
Salud,
Lori Meyers
En realidad, esta es una polémica que viene de lejos. Es la ley de la oferta y la demanda. Mientras alguien esté dispuesto a pagar cantidades exorbitantes por ver un concierto a 200 o 300 metros de distancia, al tiempo que hay quienes pagan cantidades aún más desorbitadas por verlo a solo unos metros y con todo lujo de atenciones (bebida, comida, meet & greet, obsequios), esto seguirá pasando.
Ocurre que hasta ahora era una práctica más común en espectáculos de reggaeton, hip hop, músicas urbanas o caribeñas o músicas de baile, estilos y géneros en los que se da por hecho que reina (aunque no siempre sea así) un materialismo más descarnado, susceptible de plasmarse en la segregación del público según su capacidad adquisitiva.
Es perfectamente lógico que, a mayor desembolso, la entrada tenga mejor ubicación y prestaciones. Como en cualquier deporte o espectáculo. Pero ya hace tiempo que la diferencia entre los unos y los otros empieza a ser enorme. Y que se visualiza en estampas que antes eran difíciles de ver: centenares de personas sentadas frente a una mesa, a escasos metros del escenario, disfrutando de toda clase de comodidades, mientras la plebe se agolpa como sardinas enlatadas a cientos de metros. Ya no es solo una cuestión de distancia respecto al escenario, como ocurre en cualquier show. Es que es una experiencia completamente distinta la de los unos y la de los otros. Y en ocasiones la experiencia de los más pudientes interfiere de forma directa en la visión y en el disfrute de quienes menos han pagado.
«No es lo mismo una zona VIP ubicada en el lateral del recinto que un Golden Ring kilométrico y despoblado que ocupa todo el perímetro frontal de un escenario».
No es lo mismo una zona VIP ubicada en un lateral del recinto, por muy cerca que pueda estar de una de las esquinas del escenario y muy abarrotada de VIPs, influencers y compromisos que pueda estar, que un amplísimo Golden Circle o un Golden Ring muy despoblado ocupando justo todo el perímetro del escenario, en su parte frontal, relegando al noventa por cien del público a cientos de metros de distancia, condenándolo a una visibilidad reducidísima.
Sería sensato ya no solo que los promotores mostraran algo más de sensibilidad social con el público (aunque no dejan de ser empresas privadas con el lógico ánimo de lucro) sino que, sobre todo, las instituciones públicas que apoyan y subvencionan económicamente muchas de esas citas, al menos las que sobrepasan la lógica y normal división de públicos para entrar en lo que es directamente una segregación y un agravio comparativo, se plantearan hasta qué punto deberían sostener su trato de favor mientras la escena de base (pequeñas salas, locales) las sigue pasando canutas para subsistir.