La ganadora del Óscar como mejor película cuenta con algunos momentos en los que la fuerza expresiva de la música popular lo trasciende todo, como un tsunami.
El poder de la música mueve montañas. Es un topicazo de manual, pero es así. Salvo que seas sordomudo, claro. Entonces, la cosa se complica. ¿Cómo disfrutar de algo que no puedes catar, que no puedes sentir? Pues en la película CODA. Los sonidos del silencio (Sian Heder, 2021), hasta ese obstáculo se convierte en un handicap que no es insalvable. Está nominada a mejor película en la inminente edición de los Óscar, que se entregan en una semana, en los que opta también al mejor guion y al mejor actor de reparto para Troy Kotsur. Triunfó en Sundance, y es como la película indie de la temporada. Si es que lo de indie aún significa algo.
Al igual que le ocurría al grueso de la crítica especializada española, nos parecía algo desmesurado que optara al Óscar a mejor película, por mucho que la película agrade y hasta en algún momento emocione. Pero lo ha logrado, aunque se vaya a hablar más del puñetazo de Will Smith a Chris Rock que de cualquier otra cosa. Si tenemos en cuenta que ahí figuraban también las discutibles No mires arriba (Adam McKay, 2021) o Belfast (Kenneth Brannagh, 2022), la cosa puede tener su lógica. Hay sobredosis de películas amables, notables pero con pocas aristas. Y esta es una buena feel good movie sin pretensiones, con personajes simpáticos y una historia que, pese a su previsibilidad y al clásico mensaje de lucha-por-tus-sueños-porque-un-día-se-harán-realidad, cala en el público. Y con motivos.
“Esta película, posiblemente sin pretenderlo del todo, es uno de los más punzantes tributos al poder de la música que ha registrado el cine en los últimos tiempos”.
Pero más allá de eso, lo que me interesa es destacar la valía de CODA (que es no solo el nombre que se la da a la parte final de una pieza musical, sino también el acrónimo de Child Of Deaf Adults, traducible como “hijo de padres sordos”), como uno de los más punzantes tributos al poder de la música que ha registrado el cine en los últimos tiempos. Quizá no siempre con esa intención, aunque uno así lo perciba. Sin ser un musical ni un film sobre la música.
Al salir del cine, fue la primera vez en mi vida en que se me ocurrió reparar en que si me ocurriera lo mismo que a tres de los cuatro miembros de la familia protagonista, me quedaría sin trabajo y también sin una de las cosas que más me han tocado la patata (expresión odiosa: me apetecía quemarla, usándola por única y última vez) en esta vida. Lo damos por supuesto quienes no hemos perdido el sentido del oído, y no deberíamos. Conservarlo es una suerte y un privilegio, aunque apenas nos demos cuenta.

La trama es esta: la protagonista, interpretada por Emilia Jones, es una adolescente nacida en una familia en la que tanto sus padres (interpretados por Marlee Matlin, ganadora del Óscar por Hijos de un Dios Menor en 1986, y Troy Kotsur) como su hermano (encarnado por Daniel Durant), son sordomudos. Ella es la única que no lo es. Su sueño es ganarse la vida cantando, pero para ello debe cortar lazos con ellos y con su modo de vida (son pescadores de alta mar) y alistarse en la elitista escuela de Berklee en Boston, a ochenta kilómetros de donde viven, Gloucester. Sus padres, obviamente, no lo entienden. Nunca han podido oírla.
Me quedo con cuatro escenas. La primera, al principio de la peli, cuando el padre afirma disfrutar con la música hip hop. Es la única cuyos bajos sísmicos, atronando a todo volumen dentro del coche familiar, puede llegar a sentir, aunque solo sea su chasis (y no es una broma mala). La segunda, cuando la familia al completo acude a una función escolar de su hija: mientras canta, se hace un silencio total en la cinta y podemos experimentar cómo tres personas sordomudas asimilan un concierto. Al principio, con cara de póker. No entienden nada. Pero cuando observan detenidamente los rostros de bienestar, confort o emoción de quienes les rodean, empiezan a encajar todas las piezas. Es un homenaje a la imbatible capacidad transformadora de la música.
“La escena de la función escolar que deja al espectador sintiendo lo mismo que un sordomudo es de una fuerza tremenda, como un homenaje a la capacidad transformadora de la música”.
La tercera, cuando en la audición para ingresar en Berklee, la protagonista canta e interpreta en lengua de signos todo lo que emite su garganta, para que su familia sepa cuál es la letra de “Both Sides Now” (1966), de Joni Mitchell, que es la canción que aborda. Hoy en día son muchos ya los músicos que se acompañan de una intérprete en lengua de signos sobre el escenario (Rozalén, por ejemplo), pero ninguno de ellos es capaz de hacer ambas cosas al mismo tiempo, y la verdad es que impresiona mucho cómo los dos lenguajes, el gestual de la lengua de signos y el puramente musical, se retroalimentan. Y el cuarto, cuando el personaje del padre le pide a su hija que la cante la otra canción a su hija (que es “You’re All I Need to Get By”, de Marvin Gaye & Tammi Terrell ), y cuando esta lo hace, él le pone las palmas de sus manos sobre su cuello para captar la vibración, cuando podía haberse conformado con leerle los labios. Necesita sentir cómo vibra.
The Shaggs, The Clash, Isley Brothers, Etta James y David Bowie también asoman en la banda sonora de la película, en la que también el algo histriónico personaje del profesor que interpreta el mexicano Eugenio Derbez juega un papel importante, aunque a veces nos recuerde a alguno de los profesores de OT y similares. Pero aquí lo importante no son tanto los ingredientes, las actuaciones o la trama, como la enorme y conmovedora fuerza expresiva de esos momentos en los que la música emerge como un tsunami capaz de llevarse todo por delante, un lenguaje universal que nació para derribar todos las barreras y diques imaginables, incluido el más extremo: la privación física del sentido que teóricamente permite disfrutarla.