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Morir bajo una montaña de discos

Redacción
20 de diciembre de 2022
Cultura
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REDES
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LECTURAS
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Coleccionar discos puede suponer una de las experiencias más gratificantes en la vida, pero también un enorme quebradero de cabeza.

Lo ponía de relieve Xacobe Pato hace unos días en este mismo medio. Y lo podemos corroborar todos quienes ya no cumpliremos los 35 o los 40 años. Nada podrá suplir el valor del objeto. De los libros, de los discos, de las revistas.

Somos muchos quienes aún coleccionamos discos. Un buen montón de vinilos. También muchos CDs, esos objetos reducidos a la condición de posavasos o espantapájaros. Quizá demasiados. Los hemos acumulado con mimo y cariño, durante muchos años. Décadas. Todos guardan su valor sentimental. Unas personas a las que ligar en nuestro recuerdo. Unas situaciones de nuestro pasado. ¿Eres lo que escuchas? Pues claro. No podría ser de otro modo.

Todos esos discos acumulan polvo. Algunos de ellos aún conservan la etiqueta de la tienda en la que fueron comprados. Muchas veces, son más de los que nuestros hogares son capaces de asimilar. Nos generan preocupaciones. Obsesiones con el aprovechamiento del espacio. Discusiones con nuestras parejas, que no entienden tal acumulación de objetos teóricamente caducos. Hay quien aprovecha una mudanza para venderlos. Es muy frecuente.

“¿Eres lo que escuchas? Por supuesto que sí. No podría ser de otro modo”.

No obstante, y por mucho que el streaming, las descargas y las redes sociales nos hayan acercado a un modelo de consumo que es prácticamente inmaterial, es mucha la gente que aún sigue necesitando el formato físico. Tocarlo, olerlo. Sentir la magia de una aguja posándose sobre un vinilo y ese cosquilleo cuando los primeros compases de un disco empiezan a sonar. Incluso cuando irrumpe ese rumor como de huevos friéndose en una sartén. Es como cuando olemos el papel al abrir un libro recién comprado.

Notar también el subidón de colocar un CD completamente nuevo en el reproductor, tras desprenderlo de ese antipático plástico que lo recubre, para el que una vez (por cierto) se inventó un pequeño artilugio con una cuchilla, que nadie sabe bien por qué no prosperó: fue hace más de veinte años. Se le echa de menos.

Ocurre que ese amor incondicional también comporta peajes. ¿Cómo ordenarlos? ¿Por fecha de compra? ¿Por estilos? ¿Alfabéticamente? ¿Por su procedencia? ¿Por la simpatía o antipatía que nos genera el recuerdo de aquellas personas a las que lo asociamos mentalmente? (que también podría ser)

“¿Que criterio emplear para ordenar nuestros discos? Es como tratar de poner orden al caos”.

Cada vez que tratamos de imponer una jerarquía en nuestra colección de discos, es como intentar poner orden en nuestro universo particular. Sensatez en medio de un maravillo caos. Cordura en una mollera que no puede guiarse solo por la lógica. Casi una quimera, vaya.

No hay melómano de pro que alguna vez no se haya planteado sinceramente la disyuntiva: seguir acumulando discos hasta que estos salgan prácticamente por la ventana o venderlos (aunque solo sea una parte) porque las limitaciones de espacio mandan y también porque su prole, salvo casos milagrosos, no tendrá interés en quedárselos en un futuro. Es una herencia que para las generaciones más jóvenes puede ser en realidad un auténtico marrón.

En cualquier caso, y pese a los muchos pros y las muchas contras que pueda tener el asunto, da pena visitar unos grandes almacenes y darte cuenta de que el espacio para la venta de discos ha quedado reducido a la mínima expresión. Aunque el mercado se mueve ahora a través de internet. La venta por correo. Sobre todo.

Porque el formato físico sigue teniendo algo que engancha. Un innegable atractivo. Quizá porque se parece mucho a nosotros. A como somos en realidad. Quizá porque nos recuerda nuestra condición, imperfectamente humana. Y eso siempre nos va a reconfortar.

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