
El periodista Fernando Navarro traza en el libro Maneras de Vivir un recorrido por el resistente tejido cultural capitalino tras los estragos de la pandemia.
(Foto de portada: Toño Fraguas)
Para quienes vivimos lejos de Madrid, incluso aunque nos hayamos criado en ella y hayamos llegado a vivir en su cogollo urbano durante alguna temporada ya como adultos, ha resultado muy fácil desconectar de casi todo lo que se cocía allí durante los últimos dos años. Era tan sencillo cansarse del madricentrismo como de la madrileñofobia. Del centralismo que nunca se acaba y de su envés, su propio victimismo.
La sobredosis de trumpismo cañí a la que nos hemos visto sometidos por tierra, mar y aire, a poco ha estado de consumar su postergada revancha mediática sobre el otro extenuante culebrón político de los últimos tiempos: el agotador procés catalán. Parece que había ganas. Pasamos en unos meses de debatir sobre soberanía popular, constituciones sacrosantas, divorcios exprés y comunidades de vecinos como socorridas metáforas a, en solo unos meses, identificar el concepto de libertad con la posibilidad de tomarse una cañas en una terraza o con el privilegio de no toparte con tu ex pareja por la calle. Como quien no quiere la cosa. Ese era el nivel. Un auténtico nivelón.
Dentro de ese discurso simplista, maniqueo, supuestamente ocurrente y con frecuencia balbuciente, solo había una certeza empíricamente verificable, aunque fuera bajo el galimatías argumental (y muy rajoyano, por cierto, aunque con bastante menos gracia) de las muchas Españas dentro de sí misma, que al parecer son como varias Españas que se recubren a sí mismas como si fueran desordenados pares de calcetines o muñecas matrioshka: Madrid es fruto de los empeños de gentes venidas desde todos los rincones de la península, hasta el punto de que cada vez es más complicado dar con madrileños de pura cepa. Gatos, como se les llama coloquialmente. Y eso también explica su carácter abierto, algo caótico pero también acogedor y exento de muchos prejuicios. Como ocurre, por otra parte, con casi todas las grandes ciudades cuando ya empiezan a ser enormes, prácticamente inmanejables.
Hay muchas formas de acercarse a Madrid y disfrutarla. Seguramente haya muchas ciudades dentro de ella. Y para quienes explicamos nuestra relación (casi siempre de amor cuando nos pateamos sus calles, pero quizá también de hartazgo cuando recibimos una determinada imagen desvirtuada de ella a través de los medios de comunicación al calor del Mediterráneo, a más de 300 km) no solo a través de los vínculos familiares sino también a través de la cultura en general y de la música en particular, hay una Madrid a la que siempre estaremos sentimentalmente ligados: la de Madrid Rock, La Riviera, esa sala Maravillas (luego Nasti) que luego dio nombre al escenario grande del FIB, el Morocco, Discos del Sur, La Metralleta, las salas Caracol o Revólver, los garitos de Chueca y Malasaña, la Filmoteca y los cines Renoir o Princesa (hasta los de La Vaguada) o incluso aquellos conciertos matinales del Parque de Atracciones cuando servidor apenas era un crío mocoso. Juro haber visto a los primeros Tequila en uno de ellos.
Algunos de esos lugares ya solo existen en algún rincón de mi memoria y de la de cientos, seguramente miles de personas. Otros aún permanecen en pie.

Es a ese tejido cultural, tan desvastado por los rigores de la pandemia y por unas políticas que – como sucede en la escaleta de los informativos de televisión – han relegado la reactivación de sus santuarios al último puesto en su ranking de prioridades, al que nuestro compañero periodista Fernando Navarro (Madrid, 1981) estuvo dedicando Maneras de Vivir, una serie de artículos publicados entre septiembre de 2020 y mayo de 2021 en la edición madrileña del diario El País, y que ahora se agrupa en un libro de estupenda factura: Maneras de vivir. Historias de esperanza y resistencia en tiempos difíciles (Muddy Waters Books, 2021). Puedes haber leído algunos de ellos ya cuando fueron publicados en la web del diario, como es mi caso, pero leerlos todos juntos y de forma consecutiva les confiere una nueva dimensión. Como si fuera más que la suma de sus partes.
Fernando honra el género periodístico del reportaje en esta serie de estupendos y sensibles artículos, todos actualizados con textos escritos desde la perspectiva de tiempo transcurrido durante más de un año y medio, desde que en la segunda semana de marzo del año pasado el mundo contuviera la respiración y nuestras vidas se vieran sometidas a un tute que nunca hubiéramos imaginado, ni en el más extraño de nuestros malos sueños.
Salas de música en vivo como El Sol, Libertad 8, el Café Berlín, Clamores , Galileo, Costello o Moloko, pinacotecas como El Prado, librerías como Pérez Galdós, Ocho y Medio o las que pueblan la Cuesta de Moyano, teatros alternativos como el Pavón o bares y garitos nocturnos como La Vía Láctea o el Palermo desfilan en lo que es una carta de amor no solo a esa parte de Madrid que resiste a prueba de bombas (algunas reales, otras imaginarias), sino sobre todo a sus protagonistas anónimos: esa legión de trabajadores del mundo de la cultura (promotores, empresarios, músicos, técnicos) sin cuyo concurso difícilmente se sostendría en pie el frágil y a veces heroico tinglado de la cultura más cercana, esa que nos pilla tan a mano y no siempre valoramos como se merece.
Si a eso se le suma que el libro cuenta con un plano que se perfila como (podría ser un buen complemento a la Guía del Madrid de la Movida de Patricia Godes y Jesús Ordovás), que Rosendo y Josele Santiago firman dos de los prólogos, que Elvira Lindo hace lo propio con el epílogo y que Fernando Navarro es tan gato que solo le falta maullar, como afirman sus editores (y por tanto conoce muy bien el terreno que pisa), pocas razones más nos hacen falta para recomendarlo vivamente. Hay muchos Madrid imaginables a lo largo de sus más de nueve mil calles, pero pocos más apetecibles que este.