La banda de Malasaña alcanzó en 1990 una de las cumbres del rock en castellano de siempre.
No todo eran sonrisas en la España de los primeros años noventa. Nos las prometíamos muy felices con los fastos del 92, la plasmación gráfica del ingreso (definitivo, pensábamos) del país en la modernidad tras tantos años de oscuridad, pero desde las trincheras musicales patrias se vivía un momento de cambios profundos.
Allí, ante un panorama en el que apenas El Último de la Fila o Gabinete Caligari se colaban en unas listas de éxitos dominadas por Roxette, Phil Collins o New Kids on the Block, las sonrisas se tornaban muecas. Los músicos asociados por siempre a lo que se conoció como la Movida eran ya, en la mayoría de casos, dinosaurios acomodados. Músicos sin vocación por explorar nuevos territorios que vivían muy bien a costa del circuito de conciertos en las fiestas patronales, sufragados por ayuntamientos. Y los que aún mantenían ese ánimo por probar cosas nuevas (Radio Futura), decidían separarse.
España se las prometía muy felices antes los fastos del 92, pero desde las trincheras musicales del país se vivía una época de profunda transición.
En paralelo, emergía toda una generación de grupos-bisagra que ni eran Movida ni tampoco eran indies. Llegaron tarde para lo último y pronto para lo segundo. Se movieron, muchas veces, en tierra de nadie. A algunos, como a Surfin’ Bichos, Cancer Moon, La Granja o Los Bichos, les perjudicó. Otros, como Los Ronaldos o Los Sencillos, tuvieron más suerte, o más acierto para que sus propuestas tuvieran visibilidad.
Entre ambos, había ido ganando adeptos una banda que se movió siempre en un moderado término medio: Los Enemigos, estandartes – sin pretenderlo – de un rock malasañero que partía del legado stoniano y del rythm and blues (pasados por un filtro castizo), merecedores de una devota parroquia que ni mucho menos se contaba por cientos de miles. La vida mata (GASA, 1990) fue su tercer álbum, y vendió 8.000 ejemplares. Una cifra por la que ahora mataría cualquier músico español, pero que en 1990 solo podía servirte, si militabas en un sello multinacional, para que te pegaran una buena patada en el culo tras mostrarte la puerta de salida.
El caso es que aquel disco sigue siendo, a día de hoy – con permiso de Bestieza, de 2020, que bien puede pisarle los talones – , el mejor en la carrera de un cuarteto que entonces ya integraban Josele Santiago, Fino Oyonarte, Chema «Animal» Pérez y Manolo Benítez. Todo lo que el relato oficial y periodístico de la época tenía entonces de ciego optimismo en el futuro, con los episodios de corrupción sistémica y el sarampión del sensacionalismo mediático aún como amenazas no detectadas en el horizonte, lo tenía de agrio el discurso de Los Enemigos, ensombrecido por los estragos del SIDA, la delincuencia o el suicidio. Era otra historia. Otro (sub) mundo.
Los estragos del SIDA, de la delincuencia y del suicidio planean sobre un disco que, paradójicamente, irradia energía y ganas de vivir.
Por suerte, su correlato sonoro era todo menos apesadumbrado: es un disco hirviente, furioso, quizá algo desesperado pero siempre peleón. Sus textos son ocres, pero sus canciones son chutes de energía. Es el clásico trabajo que, precisamente por tener la muerte tan presente, irradia unas irrefrenables ganas de vivir. La vida mata, sí. Pero no hay vida sin muerte, ni al revés. Su extraordinaria portada, nacida de un casual chispazo de inspiración, es la viva imagen de nuestra hermosa fragilidad.
Josele Santiago tan solo contaba 25 años en aquel marzo de 1990, por lo que asombra que se destapara con unos textos que le convertían en uno de los mejores y más mordaces letristas del rock en castellano. Sobre todo, porque lo hacía asimilando – a tan temprana edad – lecturas de la Biblia, historias de culpa y redención, obsesiones con la devastación que el SIDA imponía entre gente de su círculo (compartida, por cierto, con Fernando Alfaro, entonces en Surfin’ Bichos), historias de niños un poquito cabrones («Paquito», aunque con letra de Javier Corcobado) y suicidas reales (el de «Septiembre») e incluso clarificadoras visitas a amigos que pasaban sus días a la sombra del trullo, como el que inspira la sensacional «En el jergón».
Josele Santiago se destapó con este disco como uno de los mejores letristas del rock en castellano.
Su principal herramienta para abordar un material tan gravoso e inflamable era el sentido del humor. Una retranca descreída, una guasa muy burlona, que utilizaba la ironía como escudo para defenderse de un mundo a veces incomprensible. En canciones como «La Torre de Babel» o «Miedo» es donde mejor se aprecia. Los Enemigos proponían una guerrilla urbana de riffs de acero, una lírica callejera muy certera, mucho antes de que Extremoduro triunfaran sin reservas con mimbres similares, y (sobre todo) acumulaban ya un manojo de canciones imbatibles.
La vida mata (1990) fue, con razón, aupado al puesto 54 en la lista de mejores discos españoles del siglo XX de la revista Rockdelux. Y escucharlo ahora, más de treinta años después, genera las mismas sensaciones de urgencia, clarividencia y atemporalidad que cuando vio la luz por primera vez.