
La artista italiana fue una de las primeras grandes estrellas de un género que en Europa adoptó un perfil propio y generó un star system muy diferente al norteamericano.
No debe haber nadie en este país que rebase los cuarenta años que no haya bailado alguna vez (salvo que pasara décadas recluido en un búnker antinuclear) canciones como “Rumore”, “Hay que venir al sur”, “Caliente, caliente”, “En el amor todo es empezar” o “Explota, explótame expló” en una boda, un bautizo, una celebración de cumpleaños, una despedida de soltero, una fiesta de divorcio -que también las hay- o cualquier otro sarao imaginable. Composiciones, además, de un desenfadado espíritu sexualmente liberador, inusual en la pacata España de finales de los setenta.
Cualquiera que haya vivido aquella época y la primera mitad de los ochenta en España o en Italia tendrá indeleblemente ligada a su memoria alguna de las muchas canciones y actuaciones de Raffaella Carrà, cuyos éxitos eran traducidos al castellano por Luis Gómez Escolar para convertirse en clásicos que forman parte de la memoria colectiva de al menos un par de generaciones.
La cantante, actriz y presentadora italiana, nacida en Bolonia en 1943 y fallecida ayer en Roma, fue durante años una rutilante súper estrella en nuestro país, merced a sus apariciones televisivas, pero fue también una de las primeras voces realmente emblemáticas del eurodisco, esa suerte de género (no codificado) que adaptaba a nuestro continente y a nuestra particular idiosincrasia los ritmos, las melodías y los arreglos de cuerda y de viento de aquella música disco que había nacido, sobre todo, en las discotecas de Nueva York a mediados de los setenta para ir extendiéndose a Chicago, Los Angeles o Miami.
La Carrà, como habitualmente se le aludía de forma cariñosa por aquí (La Raffa en Italia), una artista todoterreno que siempre hizo gala de simpatía, accesibilidad, nulo divismo y unas filias políticas que nunca ocultó por el Partido Comunista de su país, contó durante años con la dirección artística de quien fuera también su pareja durante una década, el compositor y director Gianni Boncompagni, y con compositores como Paolo Ormi y Daniele Pace, que fueron quienes fueron surtiendo su repertorio de hits.
Gianni Boncompagni como director musical y Paolo Ormi y Daniele Pace como compositores fueron los baluartes de la carrera musical de una diva que, en realidad, no tenía nada de diva y siempre votó al Partido Comunista.
Los discos de Raffaella Carrà comenzaron a convertirse en éxitos de ventas indiscutibles en la segunda mitad de los setenta, con álbumes -con escaso derroche de imaginación en sus títulos, hay que reconocerlo– como Raffaella Carrà (1976), Fiesta (1977) o Raffaella Carrá (1981), repletos de canciones que, con el paso de los años, fueron consideradas avanzadilla del italodisco (Riggheira, Gazebo, Ryan Paris, La Bionda, Pino D’Angio), tan reivindicado en los últimos tiempos.
El temario que fue amasando durante aquella segunda mitad de los setenta y primeros ochenta gozó de un eco impredecible en el tiempo: el DJ y productor francés Bob Sinclair hizo una popular remezcla de “A far l’amore comincia tu” (“En el amor todo es empezar”) en 2011. Hace solo diez años. Se dice pronto. Mucho antes, en 1988, Carlos Berlanga y Nacho Canut le habían escrito “No pensar en ti”.
La de Raffaella Carrà fue una de las primeras voces célebres del eurodisco, uno de los últimos grandes fenómenos musicales genuinamente europeos, uno de esos estilos que aún preconizaban una cierta unidad europea también desde un aspecto cultural, ya fueran discos gestados en Milán, en Munich, en Viena o en Madrid.
El eurodisco, como el festival de Eurovisión cuando aún gozaba de cierto prestigio, proyectaba una imagen medianamente sólida, homogénea e incluso efervescente (aunque su argamasa fuera solo la música pop) de un continente que, en lo político, ha tenido dificultades enormes para ponerse de acuerdo en algo, incluso bajo el paraguas de una unión monetaria y política siempre sometida vaivenes, frustraciones e incluso alguna deserción.
La suya fue una de las primeras voces célebres del eurodisco, uno de los últimos grandes fenómenos culturales en proyectar una imagen unida de nuestro continente.
La música disco deparó, bajo filtro europeo, algunos fenómenos que lindaban con lo kistch. O directamente entraban en ello. Al menos todo lo kitsch que marca la acepción más benévola del término, la que lo asocia a la adopción de modismos -en este caso musicales- gestados a miles de kilómetros de distancia, y no a la condescendencia postmoderna repleta de sorna con intención de ridiculizar.
En ese sentido, el nombre de Raffaella Carrà, sin desmerecer en absoluto ninguna de sus producciones, se alineó con el de algunas deliciosas extravagancias con sello europeo (e incluso latinoamericano) de la época: algo así como lo que representó Mirla Castellanos en Venezuela, Boney M o Silver Convention en Alemania, Hot Chocolate en el Reino Unido, nuestra Susana Estrada aquí con sus sorprendentes canciones de música disco subida de tono o la imaginativa incursión de Juan Carlos Calderón en el género e incluso las producciones de Patrick Juvet o Jean Jacques Perrey en Francia.
Con todas las salvedades y matizaciones correspondientes, las canciones de Raffaella Carrà formaban parte de ese universo. El orgullo de un relato de música disco diferenciado del original norteamericano. Una saga sin la cual quizá no se entenderían los contornos posteriores del italodisco o del Hi NRG continental, o las estimulantes anomalías que supusieron en su momento en nuestro país los discos de Baccara, del primer Miguel Bosé, Iván, la saga Alaska y Dinarama/Fangoria, Carlos Berlanga (baste recordar su colaboración con Carrà a finales de los ochenta) o incluso los incombustibles y aparentemente extemporáneos (clásicos, en realidad) Fundación Tony Manero.