
Bailar, amar, llorar, celebrar, añorar o directamente desaparecer del mapa: el mes final del verano siempre ha sido una mina como inspiración para la música pop.
Es el final, pero también el principio. Ni fin de año ni año nuevo ni zarandajas. Es el momento de los nuevos comienzos. De las ilusiones. De los planes. De los proyectos. De las expectativas. Es un crisol de anhelos, pero también -ojo- una trampa para los eternos rehenes de la melancolía. Los días menguan, el sol ya no abrasa y el tiempo se vuelve a condensar, apelmazado por cuadrículas en las que anotamos un nuevo reguero de obligaciones. ¿Las necesitamos?
La rutina comparece de nuevo. Y también hay algo de confort en ello. No nos engañemos. Como si necesitáramos driblar al caos y dejarnos llevar por el supuesto orden (que nosotros mismos naturalizamos) de las cosas. Proyectos, reuniones, planes. Anotaciones en la agenda. Todo con tal sortear nuestro miedo al vacío. A encontrarnos solo con nosotros mismos.
Y en medio de todo eso, la música. Los discos. Las melodías. Los estribillos. Y septiembre como semilla. Como fértil inspiración. Como incentivo a la genialidad. ¿Hay algún otro mes que acumule más tributos en forma de canción? Si es cierto eso que se dice a veces de que la mejor música pop es aquella que sabe combinar euforia y saudade, esperanza y morriña, vitalidad y aflicción, entonces no hay mejor lugar ni tiempo que septiembre.
Septiembre como invitación al baile. A enamorarse. A añorar. A arrepentirse. Incluso a borrarse del mundo. Septiembre como esos días dorados -por alegres y por edad: cosas de la madurez- que a todos nos gustaría pasar con alguien a quien amamos, tal y como cantaba Lou Reed somatizando a Kurt Weill. Septiembre como metáfora de ese amor fuerte como un león, que decían con sencillez tres de sus alumnos hispanos más aventajados, Australian Blonde.

Pero cuidado. Porque todo lo que sube en septiembre tiende a caer en diciembre. Nos lo avisaron Earth, Wind & Fire, encontrando de nuevo a final de año ese amor que compartieron en un septiembre en el que bailaron hasta el amanecer y nunca hubo un día nublado. Nos lo dijeron también Big Star en esa historia de bolsillo del power pop (Michael Chabon dixit) vagamente inspirada en las chicas de California ideadas por los Beach Boys: muy crudo lo tienen los chicos de diciembre cuando las chicas de septiembre deslumbran hasta cegar.
Tiempo también para añorar. Bien sea a un padre que se fue demasiado pronto, en boca de un Billie Joe Armstrong (Green Day) negando su propio canon punk rock, bien sea a ese amor que solo trajo dolor a un Sinatra incapaz de respirar de nuevo la primavera, bien sea añorando aquel encuentro fortuito que iluminó a Barry White para sublimar su lúbrico disco soul de alcoba.
Septiembre, ya lo dijimos, como principio y final. Como celebración de la vida y como súbito cortocircuito de esta. Como anverso y reverso de nuestra caprichosa naturaleza. Como ruleta rusa de nuestro impredecible deambular por el mundo.
Que se lo digan a David Sylvian, quien celebró bajo su manto y al son de las risas, los pájaros y los tañidos de campanas de viejas iglesias, un amor al que solo le faltaba la lluvia como telón. Puro éxtasis. Pero también a Josele Santiago y sus Enemigos, salpimentando con rabia la historia de un estudiante gallego que, incapaz de enfrentarse a unos amenazantes exámenes de recuperación, decide no ir a por el pan porque estima mejor idea eso de salir antes de que le echen, sin olvidarse de besar a la madre que en unas horas lo velará. Puro infierno. Porque la vida a veces también mata, aunque los noticiarios lo oculten y treinta años apenas nos parezcan ya nada.
Septiembre, si no existiera habría que inventarlo.