
El periodista Bruno Galindo repasa más de treinta años de música popular vivida desde varias trincheras profesionales en el sensacional libro Toma de Tierra.
Cada vez me cuesta más no escribir en primera persona acerca de libros que están redactados precisamente así, en primera persona. La implicación emocional, el derroche de sinceridad y la forma de vaciarse por dentro es tal para el autor que difícilmente el receptor puede diseccionarlos como si se dedicara a la entomología y tuviera ante sí un extraño coleóptero, con esa aséptica frialdad. Es más una cuestión de respeto que de egocentrismo, como si se tratara de una justa reciprocidad, aunque solo sea tácita, o al menos eso me gusta pensar: si el autor se abre en canal, es de justicia acoger su esfuerzo con las defensas igual de bajas.
Así que lo primero que uno puede concluir tras leer Toma de Tierra (Libros del KO, 2021), el último libro del periodista Bruno Galindo (Buenos Aires, 1968), es aquella máxima platoniana del «solo sé que no sé nada». No solamente porque él viviera aquella época de vacas no precisamente flacas, básicamente todos los años noventa, en que no pocos plumillas musicales viajaban con frecuencia a otros países para entrevistar a figuras internacionales o para trabajarse reportajes en profundidad sobre escenas lejanas, sino también porque, si hay alguien en este negocio que lo ha hecho prácticamente todo, ese es él. Desde aquel concierto multitudinario de U2, Pretenders y UB40 en el Bernabéu hace 34 años, que fue su estreno.
Galindo trabajó en multinacionales discográficas antes de dedicarse al periodismo musical, fue cocinero antes que fraile, o quizá habría que decir al revés.
Bruno Galindo trabajó en algunas de las multinacionales discográficas con más peso de nuestro mercado (fue cocinero antes que fraile, vaya, o quizá fue al revés), escribió luego en múltiples medios y cabeceras, ya fueran especializadas o generalistas, entrevistó prácticamente a cualquier músico cuyo nombre pueda acudir a tu cabeza y viajó por todo el mundo realizando reportajes de campo en los que ahora mismo difícilmente ninguna redacción invertiría un euro. Por si fuera poco, tuvo tiempo de girar como músico con Le Voyeur y de actuar en cientos de lugares con su espectáculo de spoken word. El relato del derrumbe de la industria del disco y el del tradicional modelo periodístico van de la mano en su relato. Son dos caras de la misma moneda.
Leyendo su libro, uno acaba físicamente extenuado sin necesidad de levantar el culo del sillón. Segunda conclusión, y lectura positiva: uno siente que le quedan tantas cosas por hacer aún en una profesión como esta que acaba pensando que la jubilación es más una difusa y lejana amenaza que una deseable desembocadura.
No puede haber, no debe haber resquicio para la desilusión o para el desencanto con este tajo cuando son tantas las cosas por poner en pie y tantas las expresiones creativas por destripar, cuando se tiene la sensación de partir de cero cada nuevo día. El crédito se gana con el trabajo diario, y no con nada de lo que hayas firmado antes. Estas 371 páginas dan esa soberana lección.

Obviamente, el panorama para la industria del disco y para la prensa del ramo es muy distinto ahora, en 2021, a como lo era a finales de los ochenta y primeros noventa. También la forma que tenemos de consumir, degustar y compartir la música. Y es en ese aspecto en el que Toma de Tierra traza magistralmente su arco temporal. A través de unas vivencias personales que, precisamente por ser de primera mano, por haber sido experimentadas desde el propio meollo del asunto, tienen una proyección universal.
El libro de Bruno Galindo es como una extraordinaria sucesión de flashes, tan fragmentaria pero a la vez vigorosamente expresiva (como las mejores canciones pop), que explica cómo hemos cambiado. Porque aunque él detalle en la introducción que el relato del libro tiene tres planos, el periodístico, el industrial y el artístico, difícilmente se entendería cualquiera de ellos sin los otros dos. Forman parte de la misma realidad.
El autor las describe con honestidad, pero sin rencor. Con pelos y señales, pero sin descamisar a nadie. Sin el ego inflado, sin tirarse el pisto. Con una atención al detalle más que encomiable, propia del narrador de magnitud que es, y una provisión de memoria a veces apabullante, pero sin ajustes de cuentas. Con un estilo elegante (por algo cuenta también con varias novelas que comparten estante con sus ensayos musicales), según el pasaje, pero también conciso y contundente cuando ha de serlo. Sin alharacas. Sin adornos superfluos.
«Toma de Tierra» tiene un valor que no solo es confesional o vivencial: también es notarial.
Es como el relato del hombre que siempre estuvo allí y vuelve desde el otro lado del espejo para contárnoslo, porque siente que ya está de vuelta de todo. La estructura del libro, en forma de ochenta breves capítulos, favorece una lectura ágil. Siempre jugosa, a ratos apasionante. Funciona como un quién es quién y también como un cómo se hizo qué de casi todo lo que ha ocurrido en la música popular en este país en las últimas décadas. Su valor no es solo confesional, emocional o vivencial: también es notarial.
Mis dos pasajes favoritos del libro son estos: cuando a través de una sucesión de breves pinceladas (los tics y los ritos escénicos de Van Morrison, Rufus Wainwright, Jarvis Cocker, St. Vincent, Radio Futura, Lana del Rey y muchísimos más) explica cómo los jóvenes músicos de ahora van construyendo -a su manera, pero siempre tomando buena nota del legado previo- a las estrellas del mañana, y cuando emplea el mismo método, expeditivo y muy eficaz, para proyectar un hipotético destino (ucronía, lo llaman) muy distinto al final que dio la puntilla al vastísimo panteón de músicos ilustres fallecidos prematuramente, así como un qué hubiera pasado si muchas cosas, incluido su propio trayecto vital, hubieran sido distintas. Dos fogonazos, en cualquier caso, en medio de un libro enteramente indispensable.