Los conciertos con hologramas de Whitney Houston o Roy Orbison contribuyen a normalizar un fenómeno que hasta hace poco nos parecía espeluznante.
Primero llegó el pasmo. Luego, la incredulidad. Y finalmente, aunque sea a regañadientes, la aceptación. Cuando en 2017 se anunció que el fallecido Ronnie James Dio haría conciertos con hologramas, a todos nos costaba dar crédito.
Hacía un tiempo que, entre risas, se venía comentando la posibilidad de que algún día llegáramos a ver conciertos en los que el músico fuera sustituido, por motivos de fuerza mayor – la muerte, fundamentalmente: el espiritismo aún no ha podido arreglar esa cuestión ni con la más potente ouija – por una simple imagen en movimiento.
El paso del tiempo puede hacer que lo que hace cuatro años nos parecía inaudito, ahora lo veamos normal.
Nos negábamos a creer que pudiera ser así. O al menos, que hubiera mucha gente dispuesta a pagar (entradas nada baratas, por cierto) por tal simulacro. Pero el tiempo está imponiendo su razón.
Vivimos tiempos tan mediatizados por lo virtual, tan sacudidos por realidades paralelas, verdades alternativas que en realidad no son más que mentiras con un pintón envoltorio, experiencias de toda clase que simulan the real thing sin necesidad de levantarnos de nuestra cama, que era cuestión de tiempo que los directos protagonizados por ilustres fiambres resucitados por la tecnología empezaran a prosperar.
Poco nos puede extrañar de una coyuntura como la actual, en la que cualquier músico tienes más posibilidades de ganarse la vida en una de las muchas bandas tributo que pululan por el mundo que con sus propias canciones. En el caso de los socorridos hologramas, la realidad está a un paso de igualar a la ficción. Esta última apenas ha tenido tiempo de predecirla.
Uno de los capítulos más impactantes de la última temporada de la serie Black Mirror fue aquel en el que Miley Cyrus daba vida (es un decir) a una estrella virtual del pop, alguien que en realidad no existe más que en forma de bits. Su emisión prácticamente coincidía con la irrupción de Miku Hatsune, la estrella virtual japonesa que llena – llenaba, vaya, hasta que llegó la pandemia – pabellones deportivos por medio mundo.
El caso es que los hologramas igual pueden servir para un roto que para un descosido. Para crear nuevas figuras o para resucitar a las que ya no están aquí de cuerpo presente. Desde aquello de Ronnie James Dio en 2017, son muchas las leyendas de la música que han hecho sus triunfales reentrés desde una pantalla.
No como en esos conciertos que nos hemos visto obligados – qué remedio – a ver por streaming durante el último año, no. Como un concierto real, con músicos de verdad, escenario y coreografías, en el que lo único que no es de carne y hueso es la imagen del líder. Si a la irrealidad de todo esto se le suma la estampa del público con mascarillas, ya es directamente para echarse a correr. ¿El futuro era de verdad esto?
La realidad puede acabar superando a la ficción en tiempo récord: el capítulo de Black Mirror en el que Miley Cyrus era una estrella virtual del pop coincidió con el éxito de Miku Hatsune, un célebre holograma pop japonés que triunfa en medio mundo.
Amy Winehouse, Michael Jackson, Prince, Elvis Presley, Roy Orbison o Whitney Houston son algunos de los músicos que han vuelto del otro barrio para convertirse en bonitas imágenes tridimensionales de lo que una vez fueron. Obviamente, en sus conciertos no hay gallos, ni desafines, ni riesgo de inoportunos resbalones. Ni cansancio, claro.
Podrían estar actuando más de tres horas y media, como Springsteen a sus más de sesenta tacos. Sus voces suenan perfectas. Hasta se permiten charlar con el público. Aunque en realidad se trate del monólogo emitido por alguien que es como sordo, claro.
Sería curioso saber qué pensarían todos estos artistas si pudieran levantar la cabeza y ver cómo su obra aún genera pingües beneficios mediante una versión recreada en un universo paralelo de lo que, hace no tanto tiempo, fueron sus conciertos. Habrá quien piense que todo esto no es más que un obsceno acto de necrofilia, y también quien opinará que no es más que otra forma, tan lícita como otra cualquiera, de honrar la memoria de músicos que fueron leyenda.
Al fin y al cabo, el público siempre es soberano, y en su derecho está de disfrutar de la música como mejor le plazca. Contra eso, no hay objeción que valga. Ni contra la implacable ley del mercado.