
El músico británico Danny L Harle reivindica la electrónica machacona y acelerada del gabber holandés y de la mákina valenciana de los 90 en su disco de debut.
Se suele decir que el tiempo pone cada cosa en su sitio, nos otorga una perspectiva. Nos genera una distancia desde la que es posible contemplar fenómenos con una ecuanimidad difícil de obtener en un primer momento. A eso hay que sumarle, en el siempre fluctuante mundo de la música pop y sus modas, su carácter cíclico.
Pocos son los estilos o los géneros musicales que no emergen de nuevo veinte años después de su irrupción, generalmente desde la mirada fresca y carente de prejuicios de creadores que ni siquiera habían nacido – o sí lo habían hecho, pero no habían podido poner en práctica eso del uso de razón – cuando aquellos estaban en boga.
Nuestro protagonista es uno de esos casos. Se llama Danny L Harle, nació en Londres en 1990, y cuando los sonidos más duros de la electrónica post rave barrían media Europa, desde las discotecas de la Ruta Destroy valenciana a los clubes de Rotterdam, él apenas era un crío a quien su padre, el saxofonista John Harle, intentaba enseñar a tocar el violonchelo. Un niño a quien aún le quedaban, desde luego, muchos años para siquiera saber qué era una discoteca o una mesa de mezclas.
Danny L Harle solo era un niño cuando el sonido mákina reinaba en media Europa.
Este músico británico está ahora en boca de la prensa de media Europa por un disco de debut recién publicado, Harlecore (Mad Decent-Music As Usual, 2021), que actualiza y adapta a su bagaje como productor musical toda la herencia de aquellos sonidos acelerados, machacones, espídicos, de una velocidad inclemente.
Una música, en su momento, solo apta para espíritus abducidos por sustancias químicas de efecto euforizante, que tanto reinó en las discotecas europeas de mediados de los años noventa.

En València se le llamó bakalao, en Catalunya, mákina, en Holanda, gabber, en Francia, frenchcore, y todos ellos formaban parte, en esencia, del hardcore techno de la época. Un sonido acelerado e irreflexivo, absolutamente denostado por los medios en su momento, por ser considerado sinónimo de encefalograma plano. Vulgar, facilón, machacón.
También por su inevitable asociación con las drogas duras, muchas veces en fase decadente – el triste ocaso de la Ruta valenciana y la espiral sensacionalista en que se vio envuelto – e incluso con los movimientos juveniles de extrema derecha y los hooligans futboleros, como ocurrió en Rotterdam. El happy hardcore, una versión surtida de voces chillonas por el efecto distorsionado de su hiperaceleración, sería su vertiente más caricaturesca: nuestros pitufos makineros, para entendernos. ¿Cómo no recordarlos?
La «mákina», el «hardcore techno», fue denostado en su momento por su asociación con las drogas duras y los ultras futboleros de extrema derecha.
Lo que hace básicamente Danny L Harle en su disco de debut es servirse de aquella herencia para actualizarla, fundirla con su formación durante los últimos años como productor emblemático del sello PC Music (regentado por AG Cook), con el que la mákina tiene en común muchas más cosas de las que parece a simple vista, y dotarla así a aquella música de una cierta dignificación y hasta resignificación (alejándola de cualquier connotación ultra o hooligan para acercarla incluso a la reivindicación LGBTI) que no se sabe si tiene más de ironía postmoderna – esa tendencia a epatar y divertir al personal a base de rescatar estilos musicales que en su momento nos parecían abominables – o de tributo cien por cien sincero, aunque seguramente haya más de lo segundo, porque su disco viene a sumarse a lo que Hudson Mohawke o Nina Kraviz vienen proponiendo en las últimas dos temporadas. Otros dos músicos que tampoco tenían más de diez años, por cierto, cuando la electrónica hardcore partía la pana en media Europa.
Harlecore (Mad Decent/Music As Usual, 2021), publicado en el sello de Diplo, propone una catarata de contagiosas chaladuras que pueden ser más que disfrutables siempre y cuando se administren con cierta mesura. Y calzando unos buenos auriculares, no sea cosa de espantar a los vecinos. Cosas como «Where are you now», un petardazo dance regido por una voz de diva house empastillada sonando a 180 bpms, «On a mountain», que rompe a ritmo de breakbeat, cercano al jungle más atosigante, o puntuales remansos de paz como «For so long», con ese tono épico y trascendente, casi new age, al que no conviene tomar demasiado en serio.
Es un disco esquizofrénico, un poco delirante, a ratos más hortera que una camiseta estampada con cientos de smileys, pero ingenioso y divertido. Y resuena de forma distinta justo ahora, con las discotecas cerradas a cal y canto, y la humanidad condenada a no apiñarse.
En realidad, lo que propone Danny L Harle es algo muy similar a lo que músicos de aquí llevan haciendo, aunque de forma más tímida o puntual, en los últimos tiempos con el legado de la Ruta valenciana. Empezaron Orxata Sound System, y les siguieron Mueveloreina, Machete en Boca, Prozak Soup, incluso los mismos Zoo (no hay más que escuchar «Tobogán», una de las canciones de su reciente nuevo álbum) o ese circuito de resistencia nostálgica que a veces engrosan las sesiones de Fran Lenaers y los colectivos Megabeat e Interfront.
Lo que propone el músico británico viene a sumarse a la revisión que grupos como los últimos Zoo, Mueveloreina o Prozak Soup arguyen sobre el sonido de la Ruta valenciana.
La mákina, el hardcore techno, esa música que aquí fue considerada tan zafia, de discoteca de polígono, y que tan ridiculizada fue en su momento por ser vista como puro soma para mascachapas de extrarradio que solo querían quemar su fin de semana, vive ahora su particular revancha ya no solo en España: su revival es alentado desde diversos puntos del continente. Los caminos del revival son insondables. Y las perspectivas del tiempo, indescifrables.