Entre el drama, la comedia y el realismo social, la última revelación del cine británico propone una mirada a la música pop como extraordinario elemento de conexión entre personas aparentemente muy distintas.
Ali y Ava comparten un trayecto en coche. Apenas se conocen. En la radio suena “Boredom”, de Buzzcocks. Ella sube el volumen. Él se sorprende. Positivamente. Lógico. Es una canción de 1976, que apenas tuvo repercusión en las listas de éxitos. No fue un hit. Fue uno de los primeros himnos, casi subterráneos, de la generación punk, facturado en Manchester, a menos de una hora en coche de donde ellos están, en Bradford. Habla de lo que ambos sienten: aburrimiento, hastío vital, una existencia en tonos grises, que requiere una buena sacudida.
La acción se sitúa en el momento presente. Hablamos de una película recién estrenada en nuestras pantallas. Con fecha de 2021. Pero la música pop prende la llama de la primera conexión emocional entre sus dos protagonistas: Ava (interpretada por Claire Rushbrook) y Ali (Adeel Akhtar). Una profesora de primaria y un casero que se gana la vida alquilando pequeños pisos.
En apariencia, no tienen nada que ver. Solo la edad: ambos rebasan los cuarenta años. Ella es hija de inmigrantes irlandeses y le gusta el folk y el country. Él es inmigrante hindú y lo que le apasiona es la electrónica. “Pinchaba banghra de día y trance de noche”, dice en un momento de la película, recordando los tiempos en los que trabajaba como DJ.
Clio Barnard, la directora de Ali y Ava (2021), asume que la suya es una película sobre el amor en la madurez, con un trasfondo social que remite claramente a Ken Loach y a la escuela del free cinema y el realismo social británico de los años sesenta, aunque con un final algo menos crudo y abrupto de los que suelen coronar los films de Loach.
La película en sí no es ninguna obra maestra. Pero se ve con agrado. Combina drama y comedia de un modo eficiente. Se beneficia de del buen hacer de sus actores, especialmente de una enorme Claire Rushbrook, quien ya nos maravilló en aquella obra maestra (esta sí) que fue Secretos y mentiras (Mike Leigh, 1996). Desprende oficio, pero el giro en el que introduce la presencia del racismo es especialmente forzado. Casi tanto como uno de esos inverosímiles escorzos argumentales con los que Almodóvar retuerce la realidad a capricho, aunque estéticamente no tengan nada que ver. Pero la utilización de la música en su metraje es modélica. Eso es así.
Es la música la que sirve por vez primera para que Ali y Ava intercambien sensaciones y emociones. Sobre todo, en la escena en la que ambos se intercambian sus respectivos auriculares para saber qué escucha el otro. Ella le contagia su pasión por Bob Dylan. Él hace lo propio con Sylvan Esso, cuya “Radio” se convierte en esa canción con la que aislarse del mundo, olvidar sus problemas y dejarse llevar, bailando como un demente, subido a la baca de su coche en medio de un descampado. La música es para ellos como su primer lenguaje en común. Como para tanta gente.
Suenan también Karen Dalton, Daniel Avery, La Roux, The Specials, MC Innes… es una de esas películas cuya música no solo la hace mejor, sino que también la valida para reivindicar, una vez más, el extraordinario poder de las canciones como vehículo de emociones, por cursi que pueda sonar, y como elemento de conexión entre personas que aparentemente no tienen nada que ver. La música, una vez más, como germen de amistades, amores y relaciones imborrables.