El histórico director de cine francés, recientemente fallecido, mantuvo una estrecha y peculiar relación con el llamado cuarto arte.
“Godard fuer al cine lo que Bob Dylan a la música”, ha dicho de él Quentin Tarantino. Jean-Luc Godard decidió hace un par de días poner punto y final a su vida, a los 91 años, y hacer uso de la eutanasia, más bien de un suicidio asistido, ya que en su país no es legal, dejándonos huérfanos de otros de los grandes totems culturales de un siglo, el XX, que sigue desangrándose poco a poco.
Con él se va uno de los grandes patriarcas de la nouvelle vague, el movimiento cinematográfico que sacudió a medio mundo desde Francia. Innovador, experimental, singular y poético. Controvertido. Alabado por unos, que lo consideraban un genio, y criticado por otros, que lo consideraban aburrido.
Así era el cine de Godard, especialmente durante el primer tramo de su filmografía, el que se sustancia en títulos como Á Bout De Souffle (1960), Los siete pecados capitales (1962), Banda Aparte (1964) o incluso Sympathy For The Devil (One Plus One) (1968), el documental que rodó sobre unos Rolling Stones casi primerizos pero que ya empezaban a tener el mundo a sus pies. Cuando estaban grabando los temas del magistral Beggars Banquet (1968).
El sonido siempre tuvo una gran importancia en la películas de Godard. Dijo Eric Rohmer que el trabajo de Godard era como el de un violonchelista que decide, por iniciativa propia, formar parte del paisaje urbano. Intentar, en ese empeño, ser más naturalista que nadie. Captar la realidad, aunque fuera con su particular estilo, fragmentario.
Eso se aprecia en la película sobre los Rolling Stones, que hubiera versado sobre los Beatles si estos no hubieran rechazado antes el proyecto. Su inquietante metraje reflejaba, en cierto modo, la convulsa época en la que se filmó: los movimientos por los derechos civiles, las protestas raciales, el mayo del 68, la oposición frontal a la guerra de Vietnam y la brecha generacional que se abría entre la juventud del momento y la inmediatamente anterior, la de sus padres, nacidos mayoritariamente en el periodo de entreguerras.
La revista Rolling Stone, con buen criterio, definió la película como una de las más fascinantes y frustrantes de la historia, al mismo tiempo y sin que ambos términos incurran (milagrosamente) en contradicción.
Los Stones se comportaron con total naturalidad mientras daban por primera vez forma a clásicos como “Sympathy For The Devil”, tan definitorios de su idiosincrasia como amigos de Belcebú y eternos malotes del circo del rock and roll, pero compartían el metraje de la película con imágenes de los Panteras Negras y con acciones filmadas en las calles de Londres a modo casi de performance, como si se tratara de un work in progress, y dando pábulo a quienes calificaron a Godard como epítome del radical chic, esa romantización de los ideales revolucionarios más por estética que por ética. Lo que se entiende hoy en día por postureo, vaya.
Uno de los conflictos entre los Stones y Godard fue que estos lograron que se añadiera una canción extra y entera al final del metraje, lo que acabó indignando al cineasta francés, porque pensó que eso le restaba protagonismo a la reivindicación política de los Panteras Negras. La anécdota revela que el sonido era para él más importante que la música en sí. O que, en cualquier caso, esa música debía quedar siempre supeditada a la forma en la que él disponía las imágenes en sus historias, y nunca al revés. La música como pieza del puzzle, pero rara vez como protagonista.
“La música tenía en sus películas una presencia tan fragmentaria como su propia forma de filtrar la realidad”
La canción de Michel Legrand que suena una y otra vez en Vivir su vida (1962) también lo hace de forma inacabada. Nunca llega a su final. Digamos que el formato finito de una canción pop se avenía no demasiado bien con su concepto creativo, basado en la idea del trabajo en progreso, de que el trayecto era tan o más satisfactorio que llegar a una supuesta meta. Como esos músicos que se empeñan en componer la canción perfecta pero son felices sabiendo que nunca la van a lograr.
Mozart, Paul Misraki, Bach, Beethoven, Georges Delerue, Gabriel Yared y decenas de músicos engrosaron las bandas sonoras de su centenar largo de películas. Siempre de un modo muy personal. Haciendo que esa música añadiera significados y significantes extra a lo que se veía en pantalla, y no un mero subrayado que fuera redundante. Simplificando, que Godard no daba puntada sin hilo. Y tampoco en su utilización de la música.