Fue como la ley de Murphy convertida en un evento musical de tres días. Un cúmulo de decisiones nefastas y desgracias. Avalanchas, incendios, vandalismo, saqueos y acusaciones de violación jalonaron tres jornadas de pesadilla, manual perfecto de todo lo que nunca debería hacer un festival.
Nos reíamos de lo ocurrido en el festival de Fyre en 2017, aquella gran estafa en las Bahamas (con influencers como señuelo) cuyo documental también fue estrenado por Netflix hace tres años. Pero lo de Woodstock’ 99, que -a diferencia de aquel- sí llegó a celebrarse, deja en pañales cualquier otro despropósito que podamos conocer.
El cartel era de órdago: Red Hot Chili Peppers, The Offspring, Metallica, Korn o Limp Bizkit y otras bandas de nu metal tenían muy poco que ver con el espíritu hippie del festival original, celebrado treinta años antes a solo unos cien kilómetros, en el mismo estado de Nueva York, pero eran reclamos de primera magnitud. Suficientemente potentes como para que cerca de 400.000 personas pasaran por allí durante el infausto fin de semana del 22 al 25 de julio de 1999.
Todo lo que vino después fue una catarata de despropósitos. La prueba irrefutable de que si tratas a tu clientela como reses, tan solo contemplando tu máximo beneficio y pasándote por el forro su experiencia, gran parte de ella acabará comportándose en consecuencia: como animales. Una cadena de malas decisiones. Una devaluación completa del precio del abono. Una fatal muestra de autosuficiencia. Un vivir en la inopia, en un mundo que ya no existía, o que bien había cambiado muchísimo desde los sesenta. Y una letal ausencia de autocrítica. Fue un perfecto decálogo de todo lo que cualquier empresa organizadora de un festival no debería hacer nunca.
«Se subcontrató la limpieza, se dejó la seguridad en manos de un puñado de descerebrados y los servicios de restauración inflaron escandalosamente sus precios; todo en un secarral con cerca de cuarenta grados a la sombra, si es que la había».
Se subcontrataron los servicios de limpieza para recortar presupuesto hasta hacerlos completamente ineficientes. Aquella ya era una pocilga al primer día. Se dejó la seguridad del recinto en manos de un grupo de descerebrados. La restauración recayó en otra subcontrata que infló escandalosamente los precios de comida y bebida.
Y todo ello en un recinto que era un secarral, una antigua base aérea militar sobre pavimento a casi cuarenta grados bajo unas sombras que apenas existían. La tormenta perfecta. Una olla a presión que por algún lado tenía que estallar, y que puede entenderse como símbolo del abrupto fin de los apacibles años noventa.
Se dice que películas como El club de la lucha (David Fincher, 1999) o American Pie (Paul Weitz, 1999) ya estaban plasmando un cambio de sensibilidad o tendencia. Una legitimación de una cierta violencia y de un cierto machismo. Pero aunque algo de eso fuera cierto (y quizá a medias: El club de la lucha no se estrenó en EE.UU. hasta noviembre, meses después del festival, y American Pie lo hizo solo dos semanas antes), y en Woodstock’ 99 se plantaran una auténtica legión de jóvenes hombres blancos auténticamente estúpidos, nerds consumados, auténtica white trash, también es verdad que la nefasta organización tuvo su gran parte de culpa. La responsabilidad de lo que ocurre en un recinto es siempre, en último lugar, de quien lo organiza.
Tampoco ayudaron mucho la actitud de Fred Durst, vocalista de Limp Bizkit, ni la idea de los Red Hot Chili Peppers de cerrar su bolo con un tributo al «Fire» de Jimi Hendrix, ni otras cosas que mejor no os contamos para no espoilearos. Pero se supone que el trabajo de un músico no tiene por qué consistir en apaciguar los ánimos de un público exaltado. No os perdáis, por cierto, el momento en el que Fatboy Slim ha de suspender su sesión en la carpa rave del sábado. El momento furgoneta.
«Se le atribuye a Woodstock’ 99 cierto poder simbólico como fin de los apacibles noventa, alentado por películas como «El club de la lucha» o «American Pie»».
Podéis ver todo esto en Fiasco total: Woodstock’ 99, el documental de tres capítulos recién estrenado por Netflix, que se suma a Woodstock 99: Peace, Love, and Rage, el que también ofrece la plataforma HBO (este de capítulo único) desde hace un año. Michael Lang, quien murió a los 77 años, tan solo tres meses después de participar en la película de Netflix, y había sido director de la mítica edición flower power de 1969 y artífice también del fiasco que fue el 25 aniversario en 1994, marcado por la lluvia, el barro y la invasión de gente sin entrada, se empeñó en reeditar treinta años más tarde aquellas jornadas de paz, amor, armonía y buena música, y se encontró con un escenario de pesadilla, en el que su responsabilidad como gestor (y la de su socio, John Scher) fue palmaria.
Ahora que la escena de grandes (y pequeños) festivales se han vuelto a normalizar en nuestro país y en su entorno tras el parón de la pandemia, y que tanto se habla de algunas citas fallidas (las menos, una minoría) que acaban fracasando por la alegalidad o las malas artes de algunos arribistas con pocos escrúpulos, que tratan de medrar en un entorno profesional generalmente serio y consolidado, la historia de aquellos tres infaustos días de verano de 1999, espléndidamente documentada en estas dos películas con testimonios de primera mano y estupendo archivo audiovisual, sirve como manual de todo aquello que no se debería hacer en una cita de estas características.