Se publica en castellano el libro Dios salve a los Sex Pistols, de Fred y Judy Vermorel, crónica en tiempo real del ascenso y caída del grupo punk que puso patas arriba el panorama musical en el Reino Unido y el resto del planeta.
Nada hubo nada más punk que ellos. Si aquello fue un fenómeno que estaba destinado a quemarse en su propia brasa y en muy poco tiempo, los Sex Pistols fueon su esencia. Lo más interesante del punk fue todo aquello que se originó a partir de él, y no estrictamente lo que se coció durante 1976 y 1977. El after punk y sus mil y un afluentes, sus diversas y desprejuiciadas maneras de mezclar música de muy distintas procedencias. El punk fue una necesaria sacudida, una grieta (relativa) en el discurso del rock. Pero no un fin en sí mismo. Ni mucho menos.
Fue una necesaria anomalía, capaz de resignificar conceptos que hasta entonces parecían inamovibles: la idea del virtuosismo instrumental como sinónimo de eficiencia artística, la primacía de lo conceptual como súmum de una forma adulta y presuntuosa de ver el rock, el elitismo inherente a los excesos del rock progresivo y de su deriva sinfónica y el carácter sagrado o intocable de determinadas instituciones y símbolos (la monarquía, el anarquismo, incluso el nazismo) que eran sometidos a un buen e irreverente meneo por las teorías situacionistas de Guy Debord. El pop y el rock como artes populares cobraron una dimensión distinta desde entonces.
Por encima de topicazos
Obviamente, había mucho de montaje en todo ello. Concurría un buen caldo de cultivo sociológico, por supuesto, pero también mucho de taimada impostura por parte de tipos tan astutos como Malcolm McLaren, el manager que se olió lo que flotaba en el aire y empezó a orquestar una sagaz estrategia desde la tienda Sex, que llevaba junto a su mujer Vivienne Westwood en la londinense King’s Road. Porque ni el punk fue una respuesta a las políticas de Margaret Thatcher (quien no gobernó hasta 1979) ni fue una insurgencia popular masiva que congregase a miles de jóvenes con crestas e imperdibles en las calles ni, desde luego, acabó con el A.O.R., ni con el rock sinfónico ni con la música disco. Ni mucho menos. Basta echar un vistazo a las listas de éxitos de la época. Sirvió para recalibrar algunos conceptos, desde luego, pero estos convivieron con muchísimas más músicas de éxito a finales de los setenta.
El único disco de los Pistols, aquel explosivo Nevermind The Bollocks! Here’s the Sex Pistols (Virgin, 1977), acabaría vendiendo 15 millones de copias en todo el mundo, pero baste recordar cómo fueron sus primeros conciertos, un año antes y prácticamente en familia, como aquel mítico bolo en junio de 1976 en Manchester, al que acudieron unas 40 personas pero cualquiera diría hoy en día que fueron 4.000. Hay un libro, I Swear I Was There (Independent Music Press, 2006), de Dave Nolan, que lo cuenta estupendamente.
Un libro esencial
En cualquier caso, los Sex Pistols fueron mucho más que una máquina de generar titulares escandalosos. Su propia auto ignición les privó de cualquier atisbo de decadencia. Se quemaron tan pronto que no tuvieron tiempo de languidecer. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba John Lydon (Johnny Rotten) perpetrando nuevas y jugosas diabluras al frente de P.I.L. También se ahorraron, con su contundente cese en plena gira norteamericana (aquel célebre «¿alguna vez os habéis sentido estafados?»), el reguero de contradicciones internas que asediarían más tarde a The Clash. Y su historia merecía ser contada tal cual se produjo. Y en tiempo real. Día a día. Minuto a minuto. Envidia máxima de quienes sí estuvieron allí.
Envidia máxima y, a la vez, admiración hacia el periodista Fred Vermorel y su pareja, Judy, quienes lo contaron todo en un libro que se publicó por vez primera en 1978, y no ha llegado a ver la luz en castellano hasta ahora mismo, bajo el título de Dios Salve a los Sex Pistols (Contra, 2021), con traducción del músico Ibon Errazkin.
Es una crónica vívida, palpitante, con acceso directo a sus principales protagonistas, que conjuga testimonios de los propios músicos, sus amigos, familiares y gente de su entorno, con los diarios íntegros de Sophie Richmond, quien fuera secretaria y manager de la oficina de los Pistols cuando solo contaba 26 años (y pareja del diseñador Jamie Reid, responsable de la imagen de sus portadas y carteles, a quien ya dedicamos aquí un texto) y amplias entrevistas de Julien Temple, el cineasta que mostró todo esto al mundo a través de la gran pantalla en las películas The Great Rock ‘n’ Roll Swindle (El gran timo del rock and roll, 1980) y The Filth and the Fury (La mugre y la furia, 2000).
«Sophie Richmond, secretaria de la oficina de los Pistols, y el cineasta Julien Temple, se erigen como dos de los grandes protagonistas del libro».
El libro tiene mucho de la estética de la época. De los collages que marcaban la incipiente cultura del fanzine. De los coloristas, chillones y provocadores carteles de Jamie Reid. Y de los sensacionalistas titulares de la prensa de la época: muchos de ellos aparecen reproducidos, tal cual fueron publicados en su día, en las páginas de Dios Salve a los Sex Pistols, porque Johnny Rotten, Glen Matlock, Steve Jones, Paul Cook y -sobre todo- Sid Vicious fueron un auténtico caramelo para los tabloides amarillos (y también para la prensa teóricamente más seria) por sus desmanes, ya fueran sus exabruptos en directo en el programa de Bill Grundy (secundados por Siouxsie Sioux y el resto de misfits con crestas del llamado contingente de Bromley), ya fuera su forma de celebrar el Jubileo de la Reina presentando «God Save The Queen» en un barco que surcaba el Támesis o ya fuera exprimiendo económicamente a las discográficas que les ficharon para que estas luego se arrepintieran en un plis plas, como les ocurrió a A&M y EMI antes que de dar con la horma de su propio zapato en Richard Branson y Virgin. Que el do it yourself valía a la hora empuñar unos instrumentos sin apenas nociones de técnica era una cosa, pero que fueran idiotas es otra bien distinta. Y no lo eran. No al menos como para no proyectar sus canciones al público. Eran punks, pero nada tontos.
Hay también un esmerado apartado en el que algunos fans de todos los rincones de mundo expresan sus deseos y algunos de sus delirios, plasmados de un modo idéntico a lo que luego explotaría Fred Vermorel en Starlust. Las fantasías secretas de los fans (Contra, 2021), algo que sirve para redondear la mejor historia posible sobre un fenómeno y una banda irrepetible, en todos los sentidos.