La música de Hugh Masekela, Miriam Makeba, Herbie Tsoaeli, Jonas Gwangwa, Abdullah Ibrahim o The Hesoo Beshoo Group, reeditada en los últimos años por discográficas europeas y norteamericanas fue, junto a la de muchos otros jazzmen, un símbolo de la lucha para acabar con el apartheid en Sudáfrica.
La música siempre ha sido sinónimo de libertad creativa. De mezcla de razas. De estilos que se hibridan. Incluso a veces de una firme conciencia sociopolítica, ya que no es algo que surja al margen de su sustrato social. Por eso nunca se ha llevado bien con los regímenes dictatoriales.
Una de las grandes historias en el devenir de la música popular, hasta el punto de que se merecería un buen documental, es la que protagonizó el jazz en Sudáfrica durante los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, como símbolo de lucha contra el apartheid, el cruel sistema de discriminación racial que operó en el país durante varias décadas. El que mantuvo al activista Nelson Mandela en prisión durante casi la mitad de su vida (en los noventa sería presidente), y del que se estima que se cobró la vida de más de veinte mil personas entre 1948 y 1994.
Si la música que el folk singer Sixto Rodríguez pulía en los años sesenta y setenta, casi desde el anonimato, se convirtió en un inesperado fenómeno anti apartheid para parte de la comunidad blanca sudafricana, generando todo un documental de éxito impredecible como fue Searching For Sugarman (Malik Bendjelloul, 2012), no menos importante fue la lucha frontal que los músicos sudafricanos de jazz libraron contra aquella opresión.
Una de las grandes historias de la música popular es la que protagonizó el jazz como símbolo de lucha contra el apartheid en Sudáfrica.
No ocurrió solamente con el jazz, como es lógico, pero sí que fueron sus músicos quienes visibilizaron con más fuerza ese rechazo al autoritarismo racista que asoló su país. Al fin y al cabo, y tiene su lógica porque es algo que también había ocurrido en Norteamérica unos años antes, fue en los grandes suburbios urbanos del país, de población mayoritariamente negra, en donde más arraigó. Enormes guetos, lejos del centro de las ciudades, a los que iban a parar la gran mayoría de las familias de color a consecuencia de la segregación racial.
Herbie Hancock dijo una vez que el jazz encarna la libertad, justamente porque sus raíces «vienen de la esclavitud». Y eso explica por qué el género se convirtió en el principal ariete creativo contra la sinrazón puesta en práctica por la extrema derecha afrikaaner durante un tiempo que pareció no tener fin.
La masacre de Sharpville, en 1960, en la que murieron casi un centenar de manifestantes negros a manos de la policía, llegó tan solo un año después de que viese la luz el primer disco de jazz compuesto íntegramente por músicos negros en el país: fue Jazz Epistle, Verse 1 (1959), el debut de los Jazz Epistles, prácticamente un supergrupo (desde nuestra óptica actual), en el que figuraban el trompetista Hugh Masekela, el trombonista Jonas Gwangwa (quien sería nominado a dos Oscars por la banda sonora de la película Grita Libertad, en los años ochenta), el pianista Abdullah Ibrahim y el saxofonista Kippie Moeketski.
Aquella matanza fue un punto de inflexión, ya que fue solo el prólogo a un endurecimiento de la vida para la población negra que sirvió, a su vez, como acicate para que los cuatro componentes de Jazz Epistles se exiliaran a principios de los década de los sesenta. Solo Moeketski se decidió a volver a corto plazo, y lo pagó con un lustro entero de inactividad. También fue la razón por la que Miriam Makeba, seguramente el mayor icono del jazz sudafricano junto a Hugh Masekela (a quien se puede ver en el reciente documental Summer of Soul, actuando en Harlem en 1969), también emigrase.
«El colonialismo ya había hechos cosas tan horribles en Sudáfrica como las que luego provocó el apartheid, pero lo había hecho de una forma mucho más desorganizada», dijo Gwen Ansell, autor del libro Soweto Blues: Jazz, popular music & politics in South Africa (2004), el estudio más completo sobre la época. El apartheid convirtió el terror y la discriminación en algo sistemático, institucionalizado. Y el exilio fue la vía de escape para muchos.
El exilio fue la única opción para muchos músicos ante la institucionalización de un terror mejor organizado y preciso que el de todo el colonialismo anterior.
El caso es que la música jazz en Sudáfrica había cobrado unas tonalidades y un registro muy propios ya a principios de los sesenta. Inicialmente, era un orgullo para ellos que se les comparase con sus maestros y correligionarios estadounidenses. Pero esa percepción viró conforme la personalidad local fue impregnando unas composiciones que, hasta entonces, habían tenido mucho en común con el latin jazz y con los sonidos bebop de Nueva York. Uno de sus nutrientes diferenciales fue el marabi, un estilo propio, similar al ragtime norteamericano, que empezó a prosperar en la década de los años 20 y 30.
El marabi, género local similar al ragtime, contribuyó a dotar al jazz sudafricano de una personalidad muy propia.
Los músicos de jazz que pudieron emigrar lucharon desde su exilio para socavar el régimen y el apartheid. Pero muchos otros se quedaron. Fue el caso del saxofonista Winston Mankunku Ngozi, quien (cuenta la leyenda, y no suena descabellado) llegó a tocar en directo tras una cortina por ser el único miembro negro de su banda, en un concierto. Y también se vio en la obligación de tener que rechazar un par de propuestas para girar internacionalmente con Chick Corea y con Herbie Hancock, porque si salía del país, no podría volver a entrar jamás.
Pese a las adversidades, el jazz se abrió paso en Sudáfrica, ya tanto entre quienes lo siguieron practicando dentro de sus fronteras como entre quienes lo blandían como símbolo de oposición al poder. En 1963 entró en vigor la Separate Amenities Act, por la que la minoría blanca en el poder segregaba a la gente en todos los aspectos de la vida pública, incluidas las audiencias de la música en vivo, en virtud del color de su piel. Negros tocando exclusivamente para blancos. En 1974 comenzó la obligación de educar a todos los alumnos en afrikáans en las escuelas, lo que llevó al levantamiento popular de Soweto en 1976, con un horrible saldo de más de 500 estudiantes masacrados.
Winston Mankunk Ngonzi tuvo que actuar en directo oculto tras una cortina, por ser negro.
Ese lapso de tiempo, entre 1963 y 1976, es el que que cubre la recopilación Next Stop Soweto. Giants, Ministers and Makers: Jazz in South Africa 1963-1978 (Strut, 2010), un fantástico disco que editó el sello londinense Strut, que exploraba (sobre todo) la escena de Ciudad del Cabo, donde la segregación no era tan estricta como en Johanesburgo. Asombra comprobar la pericia técnica, el feeling y la enorme calidad que atesoraban The Hesoo Beshoo Group, Spirits Rejoice, Jazz Ministers, The Soul Giants y quince proyectos más, resucitados para el público occidental gracias a la labor de arqueología de tan benditos diggers. Es una escena riquísima. Un recopilatorio subyugante.
El Heshoo Beshoo Group es una de las bandas que más destacaron en ese plantel. Su legado en la música jazz -y la lucha contra el apartheid– fue otra vez desenterrado a finales de 2020, junto a las reediciones de algunos discos de The Drive o Mankunku Quartet, llevadas a cabo por el sello canadiense We Are Busy Bodies, regentado desde Toronto por Eric Warner. Son auténticos trabajos de arqueología sonora, recuperaciones históricas que suponen un acto de justicia. Para Warner, toda esta herencia del jazz sudafricano está a la altura del magno A Love Supreme (1965) de John Coltrane. Palabras muy mayores.
Son, además, reediciones que certifican la apabullante creatividad de una escena tremendamente fértil, tan saludable en la diáspora como en el complicadísimo ejercicio de supervivencia que tuvieron que experimentar quienes nunca pudieron salir del país a lo largo de aquellas décadas de resistencia. Puede resultar chocante que no haya sido hasta la última década, y casi siempre a raíz del trabajo de sellos europeos o norteamericanos, que toda esta música – y su enorme potencial contra el racismo que sufrió en carne propia – haya vuelto a emerger con todos los honores.
Por suerte, la pesadilla del apartheid terminó a principios de los noventa. Para quienes pudieron volver y para quienes nunca habían podido marcharse. El mejor legado que nos pudieron dejar todos estos músicos son sus discos de jazz. A veces, más poderosos incluso que decenas de discursos.