Cuatro conciertos consecutivos. Más de 200.000 entradas vendidas en menos de 24 horas para su concierto en Barcelona en 2023. Es la cima del vendaval postpandémico de la música en directo.
Es como la multiplicación de los panes y los peces. ¿Cómo es posible que, en solo seis años, una misma banda pase a doblar (literalmente) su capacidad de convocatoria, sin nada particularmente evidente que lo explique? Es más, ocurre con Coldplay que, a medida que sus discos son peores (y Music Of The Spheres, el último, publicado el año pasado, es seguramente lo peor que han hecho en sus vidas), aumenta su popularidad. Es como el “más alto, más rápido, más fuerte” de la música en directo en este año de recuperación de sensaciones (y de economías de los promotores), a toda velocidad.
En realidad, esto último de que vendan más conforme sus canciones son más flojas, no es nuevo: es la constante en muchos músicos de renombre, desde hace décadas. Que un producto sea más elaborado, complejo, diverso y sensible, no significa que vaya a generar más interés por parte del gran público o a escucharse más, ni mucho menos: el más que estimable Everyday Life (2019) acumula la mitad de escuchas en streaming que su último retoño, unos quinientos millones de reproducciones frente a los mil millones de Music Of The Spheres (2021). Quizá ahí esté la clave: si en los últimos años han conectado con el doble de público, también sea lógico que el interés por verles en directo sea doble.
No deja, en cualquier caso, de sorprender que en solo unas 24 horas agotaran todo el papel de sus cuatro conciertos previstos para mayo de 2023 en el Estadi Olímpic de Barcelona. Se habían anunciado dos, y la apabullante demanda justificó otras dos fechas. Hay listas de espera kilométricas de gente aguardando su turno, tratando de hacerse con una entrada a precios no precisamente económicos. Proliferan los memes que se toman las esperas con humor. Y la reventa echa humo.
Fenómeno europeo
Y no es un fenómeno exclusivamente de Barcelona, una ciudad que genera especiales afinidades con algunos artistas foráneos (Springsteen, por ejemplo, quien pasará por el mismo recinto un mes antes: eso sí, en una única fecha), porque el único bolo que tenían Coldplay previsto en Coimbra (Portugal) se ha multiplicado por cuatro, mientras que los dos que tenían programadas en el Etihad Stadium (Manchester), en San Siro (Milán) o en el Johan Cruyff Arena (Amsterdam) también se han multiplicado por dos hasta llegar a cuatro fechas, exactamente igual que en Barcelona.
El reventón de Coldplay corona las previsiones más optimistas para la música en directo: si el verano de 2022 ha sido como una explosión, el efecto efervescente de descorchar una botella de cava tras ser bien agitada, pasados dos años de pandemia, confinamientos y sequía escénica, la vuelta al trabajo tras la temporada vacacional y festivalera sigue por los mismos derroteros que esta. Agotando aforos. Vendiendo entradas casi por castigo. Como si no hubiera un mañana.
Ya podemos especular con la tan manida burbuja festivalera (¿alguien la ha visto?) o con el oscuro panorama que se nos viene encima este otoño-invierno, con la subida generalizada de los precios y los combustibles (que ya estamos sufriendo) mientras los salarios apenas escalan. Si el fin del mundo o la ruina nos alcanza, que nos pille de festival o disfrutando de la música en directo. Esa parece ser la lectura. La consigna que siguen cientos de miles de personas.

El efecto arrastre del mensaje positivo en tiempos oscuros
Quienes fueron seguidores de Coldplay en sus primeros tiempos, cuando publicaban discos como Parachutes (2000) o A Rush Of Blood To The Head (2002), suelen tirarse de los pelos ante la deriva creativa del grupo. Hay quienes ya les consideran los nuevos U2, por su poder de convocatoria. Pero lo que es indiscutible es que han sabido, de forma más o menos convincente para la crítica, ganarse nuevos adeptos con cada nuevo disco e ir regenerando su base de fans. Seis años pueden ser muy poco para alguien que sobrepase los 25 o 30, pero al mismo tiempo pueden ser muchísimos para esos jovencísimos fans que se han subido a su carro tras su colaboración con BTS o Selena Gómez, por ejemplo, que podrían ni siquiera haber tenido edad en 2016 para acudir a verles.
Lo que está claro es que hay un efecto bandwagon. Guste más o guste menos. El llamado efecto de arrastre o efecto de la moda, tan gregario, y del que se contagia gente de toda edad y condición. Por diferentes motivos, ya sea lo colorista de su puesta en escena, el positivismo algo aséptico de su mensaje (tan preciado en una época tan turbulenta como la que vivimos, necesitada de textos esperanzadores), la comercialidad de sus melodías (sobre todo las últimas), por su buen ojo a la hora de escoger estratégicas colaboraciones de postín o por su condición de producto de entretenimiento para toda la familia, Coldplay son un valor más que seguro a la hora de vender tickets.
Del pop sensible e intimista de sus primeros trabajos, influidos por los primeros Muse o Radiohead, Elbow o Starsailor, hasta su actual posición como la más gran banda de estadio surgida en el siglo XXI, por delante incluso de Arcade Fire, Kings Of Leon o The Killers. Un trayecto de más de dos décadas, que explica su creciente popularidad en todo el mundo. Y lo que les dura.