Nick Drake nos dejó, poco antes de morir, un testamento de hondo valor, que resonó en cientos de músicos posteriores.
Mientras Nick Drake vivió, entre 1948 y 1974, no había un contexto muy favorable para que su música tuviera éxito. Discreta, sigilosa, plasmada como un arrullo que encerraba una tragedia que muy pocos podían ver, su propuesta no tenía cabida ni entre la pléyade de cantautores folk herederos de Bob Dylan ni tampoco (mucho menos aún) entre los adalides del soft rock, del pop psicodélico o del glam rock.
Su perfil pasó entonces muy desapercibido. Fue un alma errante que circulaba fuera de tiempo, casi también de lugar. Un poeta letraherido sin hueco en un mercado que valoraba la estridencia, lo rompedor, lo colorista. Apenas se prodigaba en directo o concedía entrevistas, lo cual era una dificultad añadida.
«Nick Drake fue un alma errante fuera de tiempo y de lugar, sin hueco en ninguna escena de los primeros años setenta».
Y tampoco es que su muerte tuviera muchos números para ser presa del sensacionalismo: una sobredosis de antidepresivos en casa de sus padres, a donde hacía algún tiempo había vuelto. Ni drogas, ni sexo ni tampoco rock and roll. No había tópicos a los que agarrarse.
Sin embargo, su figura (como la de Tim Buckley, un personaje con el que mantuvo evidentes paralelismos) se fue agigantando décadas después de su muerte. A partir de los años noventa, sobre todo.
El lirismo, la delicadeza y la inspiración casi sobrenatural de sus canciones, preñadas de un aliento místico que cuadraba su sereno tormento interior con la evocación de una naturaleza indomable, fueron calando con el tiempo, a medida que nuevos músicos, cineastas, periodistas e incluso publicistas fueron (re) descubriendo sus virtudes.
Sin ir más lejos, el corte titular de este disco, publicado hace justo cinco décadas, a finales de febrero de 1972, sirvió recientemente para sonorizar un spot de Volkswagen. Y el eco retardado de su leyenda no había hecho más que crecer desde que cineastas como Wes Anderson rescataran su música para películas como Los Tenenbaums (2001) o desde que Belle and Sebastian se erigieron como sus más brillantes discípulos a mitad de los años noventa: nadie como ellos representa la exquisitez, ya resabiada, de ese indie británico primerizo, que encumbró los discos de Nick Drake a un nuevo plano de lectura, la aflicción del poeta sensible que sabe cómo moldear melodías de un hechizo casi inaprensible, con la caricia de una guitarra acústica y la sutileza de una voz rebosante de una sosegada ternura.
«Cineastas como Wes Anderson y músicos como Belle and Sebastian revitalizaron el culto a Nick Drake desde los años noventa».
Todas esas virtudes lucieron, más desnudas que nunca, en este Pink Moon (Island, 1972), producido por el insigne Joe Boyd. Quizá no sea necesariamente mejor que las otras dos partes de su sobresaliente trilogía, Five Leaves Left (Island, 1969) y Bryter Layter (Island, 1970), pero sí es el disco en el que su lento veneno fluye con menos aditamentos. Aquel que se reserva menos ornamentos. El más austero, parco y consecuente, sin los arreglos de cuerda y viento que embellecían a aquellos.
Su concisa obra, cercenada de forma prematura a cause de su temprana muerte, fue toda igual de influyente. Pero uno diría que fue este el disco que sedujo para siempre a American Music Club, Sebadoh, Josh Ritter, Damien Rice, Smog, Elliott Smith, Badly Drawn Boy o los ya mencionados Belle and Sebastian, entre muchísimos otros.
De una forma o de otra, todos supieron conjurar en su propia música el espectro eterno del gran rapsoda triste del pop. Un músico que se avanzó a su tiempo y se evaporó mucho antes de que del mundo pudiera llegar a reconocérselo. La luna rosa, en cualquier caso, resuena con la misma poética hondura que hace cincuenta años, como el cancionero eterno que es.