Hace algo más de tres décadas, el compositor madrileño entregaba su obra maestra en solitario. Un disco cuya magia no se agota.
El corazón en un puño. La sensibilidad a flor de piel. Las palabras barajadas hasta dar con combinaciones mágicas. Las metáforas justas, jugando con el tiempo y el espacio en esa geometría variable de la que tan buena nota tomó Jorge Drexler. Y el caudal de pasión incontenible. La entrega y la intensidad (que no lo intensito), esas cualidades sin las que quizá no valdría la pena transitar por la vida.
Todo eso y unas cuantas cosas más se daban cita en 1991, hace poco más de treinta años, en el debut en solitario de Antonio Vega. Su cima. El mejor de los discos que hizo tras disolverse Nacha Pop. Una más que agradable sorpresa en su momento y la inagotable capacidad de asombro que aún genera hoy en día. Eso fue No me iré mañana (Pasión/Área Creativa, 1991), reeditado con todos los honores hace casi seis años y aún objeto de encendidos elogios.
«Los ecos de la Movida se apagaban, la España del pelotazo se encaminaba a los fastos del 92 y la generación indie se apretaba a tomar el relevo, pero el mundo de Antonio Vega era ajeno a todo eso».
Los ecos de la sempiterna Movida se apagaban, las tótems de los años ochenta dibujaban su ocaso, la España del pelotazo se encaminaba desbocada a los fastos del 92 y una nueva generación de músicos, amamantados en el rock indie anglosajón, se aprestaba a tomar (a su modo) el relevo. Poco o nada de eso le importaba a Antonio Vega Tallés (Madrid, 1957).
Ni siquiera el fin de Nacha Pop, la banda que había formado junto a su primo, Nacho García Vega, más de una década antes, y que paradójicamente se había separado con un disco en directo que fue el mayor éxito de ventas de una carrera que siempre mereció mucha más repercusión en vida.
Extrañas ironías del destino, las que asignan los mejores réditos a grupos tras tomar la decisión de decir adiós. En cualquier caso, la de Antonio Vega siempre fue una carrera que no necesitó el plácet de ninguna lista de éxitos para gozar de un insondable crédito, a veces cacareado hasta el ridículo hasta por quienes nunca profundizaron en su obra.
Aquel chico triste y solitario, que rezaba el título del desigual disco de tributo que se le rindió en los noventa, estaba en estado de gracia cuando entró en el estudio de grabación para registrar este disco. Su presencia, tal y como recuerda cualquier implicado en las entrevistas y recientemente ha recalcado Paco Martín (jefe de su sello discográfico) en su reciente libro de memorias, podría ser guadianesca: desaparecer un par de días sin avisar a nadie para volver a comparecer y luego cumplir. Sus problemas con las drogas no eran un secreto para nadie, pero el trabajo salía adelante. Y de qué forma lo hizo en estas sesiones. Nada sobró.
La producción de Carlos Narea, la guitarra de Manolo Rodríguez o la ingeniería de sonido de Nigel Walker contribuyeron a pulir diez canciones talladas para la eternidad, que perfilaban prácticamente todos los mejores registros explotados por Vega a lo largo de su trayecto en solitario.
«La producción de Carlos Narea, la guitarra de Manolo Rodríguez y el respaldo de Paco Martín fueron fundamentales».
El pop enérgico, vivaz y luminoso de «Esperando nada», «Lo mejor de nuestra vida» o «Síguelo», el tributo a sus héroes de la guitarra en «Guitarras», la animosa cadencia casi reggae de «No me iré mañana», medios tiempos como las inicial «Háblame a los ojos» o la emocionantísima «Mis dos amigos» o la taciturnas confesiones de «Tesoros» y «Se dejaba llevar por ti». Un muestrario de sus mejores capacidades. Su mejor mano de cartas. Todas puestas boca arriba.
El disco fue objeto de una edición de lujo en 2016 por su 25 aniversario, con material extra, entre el cual figuran algunas de sus canciones tal y como se grabaron en casa del productor Carlos Narea, en estado embrionario, con algunas de sus letras aún incompletas y Antonio tarareando esas partes de forma onomatopéyica, pero ya irradiando un hechizo especial, inexplicable, atribuible tan solo a esos artistas que nacen con un don y son incapaces de arruinarlo.