La resurrección de la supuesta rivalidad entre Mecano y Alaska, a cuenta de la promoción del single que esta última ha grabado con Ana Torroja, pone al país ante el espejo de su ya aburridísima dependencia mediática de la Movida madrileña.
Todos los relatos colectivos necesitan un hito fundacional. Y al igual que hay quienes toman a Don Pelayo como crisol de una idea de españolidad, quienes encumbran a Jaume I como germen histórico de la valencianía o a George Washington y al resto de padres de la patria norteamericana como punto de partida de los EE.UU. como tierra de la libertad y las oportunidades, también hay quien, por alguna extraña razón, cifra en la recurrente Movida el origen del destino en lo universal de todo lo que concierne al pop y al rock en España. Así es, por mucho que nos obstinemos en cuestionarlo.
No importa lo que ocurriera durante los años sesenta y los setenta. Tampoco demasiado lo que germinó, en gran medida como reacción generacional contra ella, durante los noventa. Y no digamos ya desde el año 2000 en adelante. Por mucho que haya cerca de diez bandas ya nacidas con el nuevo siglo que congregan a decenas de miles de personas en sus conciertos y lo petan en los festivales. La Movida (la madrileña, no la que corrió en paralelo en otros rincones del Estado) es el principio y es el final. Es el ying y es el yang. El motivo de nuestros desvelos. La Movida es España dentro de España, no hay España sin todas y cada una de esas pequeñas Españas que se conocieron en los garitos y las salas de conciertos de Malasaña y La Prospe. Olvidaos de todo lo demás. Nos lo dicen los grandes diarios, los grandes grupos de comunicación y la prensa generalista. Y hemos de digerirlo.
Si además esa Movida riza el rizo y se pone en modo autorreferencial, mejor que mejor. Y si se le añade una pizca de trasnochada polémica, mejor aún. Entonces ya estamos hablando de algo mucho más serio: la metamovida. La Movida que se muerde muy a gusto la cola. La que se alimenta a sí misma, de sus propias polémicas y distorsiones, así que pasen cuarenta años. La que se parece a un plato de ropa vieja, de esos que sustancian las sobras de un buen cocido, o a unas croquetas de puchero o a un plato de macarrones recalentado. La que recuerda mucho al ardor de estómago tras una desmesurada comida. La que opera como una sucesión de círculos concéntricos que se retroalimentan a sí mismos porque se viralizan sin apenas esfuerzo y apelando al mínimo común denominador, como esos artículos en los que todo es clickbait y apenas hay chicha. Que también podría ser el caso de este, ojo. Todo depende del cristal con el que se mire.
Hemos llegado a un punto en el que la Movida es como una pescadilla que se muerde la cola, un tinglado autorreferencial que se alimenta de sus propias polémicas e incluso de los distorsionados reflejos que ha emitido durante las últimas décadas.
Toda esta matraca viene a cuento por la campaña de promoción, de dimensiones colosales y efectos extenuantes, de la colaboración entre Alaska y Ana Torroja. La canción llama «Hora y cuarto», la firma Óscar Ferrer de Varry Brava y la producen Henry Saiz, Luis M. Deltell y Miguel Barros. Y en ciertos foros la acogen como el enterramiento definitivo del hacha de guerra que (teóricamente) blandieron Mecano y Alaska y Dinarama, o sus respectivos entornos, como polos opuestos del pop español de los años ochenta.
Poco importa que la canción tenga o no tenga su gancho. Es la excusa para la madre de todas las batallas. Es el «¿y tú de quién eres?» de la Movida. La dialéctica Stones-Beatles u Oasis-Blur, pero en modo cañí. La disyuntiva entre la autenticidad o el engolamiento. Entre el rastro o la terraza vip. Entre el bloque de barriada de aluvión o el barrio de pijeras. La confrontación entre dos formas de entender la música y, en consecuencia, la vida. Con lo que nos gusta asimilar la realidad en plan binario, más aún en tiempos de redes sociales que invitan a polarizar (likes y dislikes, amigos del alma y bloqueos), no íbamos a renunciar al rescate de viejos dimes y diretes, ¿no?
Y por supuesto que los medios no han renunciado: no hay estos días una sola entrevista de radio, televisión o prensa, en la que no sirvan en bandeja a Ana Torroja la preguntita de marras acerca de aquella vieja rivalidad para que ella, a continuación, la desmienta o bien la matice. Es como aquella coletilla de «¿Qué hay de su agria polémica con Iñaki Gabilondo?» que explotaba un programa de humor en los años 90. Pero más en serio. Que no, que ellas se llevaban bien. Que lo de los rajes en público era más una cuestión de los chicos, los hermanos Cano y el tándem Berlanga-Canut. Que ellas se saludaban en la distancia, se veían a escondidas, compartían confidencias en la intimidad, incluso se abrazaron para darse ánimos en un avión que atravesaba turbulencias. Y así estamos. Ojo, en pleno 2021.
Llevamos varios días sometidos al bombardeo mediático en el que no falta la pregunta, servida en bandeja de plata a Ana Torroja, sobre qué hay de cierto en su rivalidad con Alaska durante los años ochenta.
Doctores tiene la iglesia, y hay al menos un par de libros en los que la (lógica) dicotomía entre Mecano y Alaska y su troupe está bien documentada: Mecano 82. La Construcción Del Mayor Fenómeno Del Pop Español (Cara B, 2013), de Grace Morales, y Alaska y otras historias de la movida (Plaza y Janés, 2002), de Rafa Cervera. Unos y otros se explayan a gusto en sus páginas. No tiene mucho sentido abordar la historia de ambas bandas desde el prisma de una supuesta autenticidad vs una supuesta artificialidad. Es algo que ya no se sostiene. Casi ridículo. El pop es un lenguaje hecho de retales. Ningún placer debe ser culpable, aunque con frecuencia algunos nos lo parezcan.
Digamos que, si tuviéramos que jugar al psicoanálisis freudiano de todo a cien, el origen acaba determinándolo todo, y mientras Mecano venían de un background que no le hacía ascos a la presunta respetabilidad adulta del rock progresivo y sinfónico y del AOR de los años setenta, Alaska, Canut y Berlanga habían quedado marcados para siempre por el glam, por la descreída ética y estética del punk y por sus tenebrosas ramificaciones. De aquellos polvos, aquellos discos. Y aquellas estrategias y formas de manejarse por la vida, tan diferentes.
Hay un asunto innegable, y no es un descargo ni una justificación: los músicos de las últimas generaciones no son como los de los ochenta. Las bandas de indie profiláctico que encabezan nuestros grandes festivales visten como estudiantes de arquitectura o funcionarios del catastro, apenas levantan la voz para meterse con nadie y no suelen dar buenos titulares. Eso es así. No hay relevo para el carisma de un Loquillo, una Alaska, un Antonio Vega, un Poch, un Kiko Veneno o un Santiago Auserón.
Pero lo que resulta desesperante es que, dando además argumentos a los revisionistas de trazo grueso que echan por tierra (con argumentos sociológicamente pobres y musicalmente peores) todo lo que ocurrió creativamente en la escena musical de este país durante los años ochenta, aún sigamos todos abstraídos por un star system y un conglomerado mediático que, en lo estrictamente musical, sigue siendo gustoso rehén del dichoso hito (y mito) fundacional de la Movida. Sí, a estas alturas de la película.