El artista belga demuestra de nuevo que es capaz de transformar la angustia en júbilo a ritmo de sonoridades de diversos rincones del planeta, asimilados con una desbordante personalidad.
Casi una década. Ese es el tiempo que ha tardado Paul Van Haver, Stromae, en publicar su tercer álbum. La espera mereció la pena, porque el artista belga sigue siendo un gozoso punto y aparte en la música de nuestro día. Su música es popular y compleja a la vez. Comercial e intrincada. De calle y elaborada. Local y universal. Y por encima de todo, genuinamente creíble.
El golpe de efecto que propinó a la audiencia del informativo nocturno de TF1 cuando estrenó «L’enfer», canción en la que revelaba haber bordeado más de alguna vez la idea del suicidio, es solo la punta del iceberg de otro disco de una hondura estilística y lírica tremenda. De Japón a Perú, de Bulgaria al África subsahariana, de Bruselas al Caribe: ese es más o menos el arco geográfico que cubren los sonidos de este nuevo álbum. Latitudes introducidas en una simbiosis que fluye natural, como si fuera la world music de nuestro tiempo.
«»Multitude» es un disco de una hondura estilística y lírica tremenda, que admite varias lecturas».
De hecho, Multitude (Mosaert/Universal, 2022) es un álbum que admite varias lecturas. Al menos, tres. Dos intencionadas y otra que posiblemente no lo sea. La primera, la multitud como invocación a esa confluencia de razas, de tradiciones sonoras, de culturas distintas.
La segunda, al despliegue de la propia personalidad del autor, patente (sobre todo) en la dicotomía que marcan «Mauvaise Journée» y «Bonne Journée» (esta última a ritmo de trap) o en las diferentes visiones que proyecta sobre sí mismo o sobre asuntos como el feminismo, la maternidad/paternidad y la vida en pareja o en soledad.

Y en tercer lugar, y esa puede ser más una apreciación del firmante de este texto que del autor del disco, la necesidad de reforzar una visión colectiva de las cosas en un momento tan complicado como este, después de una pandemia que ha revalorizado la importancia de los servicios comunes, de las redes de solidaridad, de las relaciones y el apoyo mutuo entre semejantes como tabla de salvación ante el individualismo rampante al que nos ha llevado el vertiginoso progreso de la tecnología. Más aún cuando hay quien, como el demente de Putin, intenta hacernos retroceder a un neofeudalismo de hace siglos.
Algo de eso debe haber cuando «Santé», aquella cumbia electrónica que avanzó hace ya unos meses, ponía en valor el derecho al júbilo y al baile de la sufrida clase obrera, con un videoclip que lo plasmaba estupendamente. El Orenda Trio búlgaro (Stefka Miteva, Sandrine Conry y Julia Orcet) pone sus voces en «Invaincu», y algo de ese ancestral legado vocal asoma también en la ya mencionada «L’enfer», apuntando a uno de los muchos puntos cardinales de un disco orgulloso y vulnerable, desafiante y herido a la vez, afirmativo y también ambivalente.
«El disco viaja de Japón a Perú, de Bulgaria al África subsahariana, de Bruselas al Caribe».
«La solassitude» discurre con ese ritmo entrecortado y minimalista que ha imperado en el pop comercial desde que Timbaland mostró el camino hace más de veinte años. «Fils de Joie» apunta al Caribe. «C’est que du bonheur» también, pero con aroma arábigo. Y «Riez» se impregna de sonoridad oriental. «Déclaration», por su parte, es la más electrónica del lote, y confirma que varias de estas doce canciones tendrían potencial de single aunque no lo vayan a ser.
Consciente de lo que es llegar al estrellato desde unos orígenes humildes, convincente como estrella total, dueño de su imagen, su sonido y su destino, pero también de sus debilidades y sus infiernos personales, Stromae ratifica que es un astro categórico en un pop europeo que necesita nuevas supernovas y también (al igual que les ocurre a quienes rigen su destino común en lo social y político) nuevos relatos con los que abrirse al mundo desde la híbrido y al mismo tiempo reforzar un papel que debería ser más relevante. Sí o sí.