
El combo mallorquín coronó su exquisita y poco conocida discografía con un delicioso tratado de pop singularmente mestizo.
La historia del pop español está repleta de renglones torcidos, apuntes en los márgenes y notas a pie de página que han pasado injustamente inadvertidas. Bandas, formaciones, grupos de culto que ni siquiera han gozado del misérrimo honor del one hit wonder patrio, pese a lucir trabajos memorables en su currículo. Las causas no siempre son exógenas, ojo: nada más lejos de nuestra intención que empatizar con el victimismo o con un mal entendido malditismo. Muchas veces son los propios músicos quienes, sin quererlo, se autosabotean porque lo único que dominan es el arte de la canción, y no el de la promoción. Y con eso, con la escritura, debería bastar en un mundo menos prosaico. No suele ser así, desgraciadamente.
No sabemos – y tampoco importa mucho a estas alturas, la verdad – si ese es el caso de Xisco Albéniz y La Búsqueda, pero sí tenemos conciencia de que su escasa discografía siempre mereció algo más. Hicieron músicas del mundo cuando prácticamente nadie las llamaba así. Publicaron en México y giraron por media Europa. Contaron con el apoyo de DRO para sus primeros trabajos, a finales de los ochenta, con producción de Ramón Godes (Malevaje, entre mil historias más), y podrían haber compartido algunos de los aplausos por hornear parte de ese pastel de músicas mestizas y de influjo latino que tanto gratinaron en su momento Radio Futura o Los Coyotes. Pero no hubo manera. Quizá su insularidad tuviera algo que ver.
Los Penitentes (Grabaciones en el Mar, 2004) puede no ser el mejor disco de los mallorquines. De hecho, ahí está el magistral La rueda de la fortuna (Tres Cipreses, 1991), su sensacional debut. Pero sí es aquel – disculpen – con el que un servidor les descubrió. Para entonces, ya se habían convertido en un proyecto tan intermitente como el Guadiana. Sin embargo, si cualquiera de ustedes escuchara este disco sin ninguna clase de información previa, les resultaría muy difícil saber en qué año o en qué enclave geográfico ubicarlo. Y ahí radica gran parte de su hechizo.
La voz grave y dúctil de Albéniz, sus elaborados textos, la trompeta mariachi de Joan Taberner, la voz de Arantxa Andreu, los espléndidos arreglos de cuerda que armonizan el cello de Rosa Cañellas, la viola de Sión Frau y los violines de Zoriana Ivaniv y Luisa Núñez… todos los hados se conjuraron para dar forma a un disco espléndido, compendio de efluvios mediterráneos, chicanos y nazaríes, gloriosamente inclasificable e indefinible. Un trabajo fragante y sensual, luminoso y nocturno a la vez, tan bastardo y mestizo como los de los valencianos Terminal Sur (por rebuscar en el tiempo) o los catalanes Flamaradas (por no movernos del presente), otros ilustres parias en cuya gloria nunca pensó el destino, siempre tan jodidamente puñetero.
“A la memoria de los que se fueron en silencio, hacia lo alto y en soledad”, rezaba la dedicatoria final de este disco. Cualquiera diría que, en lugar de ser escrito en 2004, lo hubiera sido en 2020 o 2021. Hasta en eso fue certero.