
El cuarteto neoyorquino se alió con Brian Eno y se anticipó, hace mas de cuarenta años, a la world music y al interés del rock anglosajón por los sonidos de África con un álbum rompedor y visionario.
Haced la prueba: colocad este disco de Talking Heads en el reproductor de cedés o el vinilo sobre el plato, o – más fácil – dadle al play en la lista de reproducción que figura justo encima de estas líneas, y apreciaréis que este disco suena perfectamente contemporáneo. Vio la luz en 1980, pero si llevara 2021 impreso como año de edición, seguiría sonando fresco, innovador, casi revolucionario. De hecho, podría ser digerido como una versión más avanzada y valiente de cualquiera de los discos que Vampire Weekend, !!!, Dirty Projectors o The Very Best han ido desvelando durante la última década.
Si su fecha de edición fuera 2021, seguiría sonando igual de fresco, innovador y revolucionario.
Apenas tiene prácticamente canciones que podamos considerar singles en potencia, más allá de aquella «Once In a Lifetime» cuyo videoclip fue uno de los primeros que emitió la MTV, recién emprendida su andadura. Tampoco los necesitó para convertirse en uno de los trabajos más singulares e influyentes en la historia del rock. Ocho composiciones de inspiración visionaria, que se anticiparon (muchos años antes) a la eclosión de la world music y a la exploración de la música africana por los músicos anglosajones de referencia.
Remain in Light (Sire, 1980) es rock mutante. Es groove, es sensualidad, es frondoso sentido del ritmo, es desafío a las convenciones y exploración bastarda, es experimentación sin red de seguridad, es atrevimiento. Es, sobre todo, una salvaje floresta de sonidos que parecía un inaudito desafío para una banda que había publicado tres discos, y que apenas tres años antes aún andaba curtiéndose entre las cuatro mugrientas paredes del CBGB, el antro neoyorquino del que también brotaron Ramones, Blondie o Television.
Como explica muy bien el batería Chris Frantz en su estupendo libro Amor Crónico (Libros del Kultrum, 2021), recientemente publicado en castellano, Talking Heads eran post punk antes de que el post punk existiese. Así que cuando la resaca del espíritu del 77, de la new wave e incluso de la música disco estaba causando sus estragos, allá por 1980, ellos ya hacía tiempo que habían pasado de pantalla, avistando un futuro que el resto ni vislumbraban.
Talking Heads eran post punk antes de que el post punk existiese, y cuando los ecos de la new wave y la música disco se iban apagando, ellos ya habían pasado pantalla.
El catalizador para que los bustos parlantes pasaran tan temprano a la historia fue el productor Brian Eno (ex Roxy Music), con quien ya habían trabajado en sus dos anteriores discos. La idea era llevar la fórmula de «I Zimbra», la canción más polirrítmica de su anterior Fear of Music (1979), inspirada en la música africana, un poco más lejos.
Sly & Robbie, Fela Kuti, las técnicas de grabación del entonces emergente hip hop y la evocación de los ritos vudú del Caribe se dieron cita en el argumentario de una banda en la que cada uno de sus miembros estaba ya haciendo la guerra por su cuenta, aunque, milagrosamente, todas sus batallas iban encaminadas al mismo fin: la base rítmica que formaban Frantz y su mujer, Tina Weymouth, se dejaba abducir por las sonoridades y la vida de las Bahamas, David Byrne estaba ya trabajando con Eno – sin decírselo al resto del grupo – en lo que sería My Life in The Bush of Ghosts (Sire, 1981) y Jerry Harrison producía por su cuenta a Nona Hendryx, la cantante de soul que había gozado de éxito en el trío disco Labelle. Todos esos intereses confluyeron. En total, cinco músicos se sumaron al cuarteto en la gira de presentación del disco.
Era tal la complejidad del disco que tuvieron que ampliar la formación en directo de cuatro a nueve miembros.
El estudio Compass Point de Nassau, en las Bahamas, hizo el resto, junto a músicos de la talla del guitarrista Adrian Belew (King Crimson, Frank Zappa), el trompetista John Hassell o la voz de la propia Nona Hendryx. La premisa era la ruptura, tanto con el formato de canción pop convencional como con el arquetipo de banda de rock sometida al hiperliderazgo de un vocalista carismático. Uno para todos y todos para uno. Al menos, sobre el papel, aunque la convivencia en el seno de la banda se hubiera empezado a resquebrajar.
De hecho, las letras de las canciones fueron el último ingrediente en añadirse a la pócima. En parte por ser consideradas como un elemento más, sometido a la sonoridad como factor primordial, y no a un teórico hilo narrativo; en parte también porque David Byrne sufrió un importante bloqueo creativo a la hora de encarar el folio en blanco.

La emblemática portada de esta orgía de ritmo, que no fue un gran éxito de ventas (difícilmente podría serlo) pero despachó un nada desdeñable millón de ejemplares a lo largo y ancho del mundo, fue obra del Instituto de Tecnología de Massachusetts (la primera realizada con un PC), y el artwork interior corrió a cargo del diseñador gráfico Tibor Kalman a raíz de una idea de Chris Frantz y Tina Weymouth.
La cubierta redundaba en la idea del emborronamiento de la personalidad del músico ante un empeño colectivo, que además invocaba a varias tradiciones musicales que se se encontraban en un inexplorado cruce de caminos.
La suya fue la primera portada en la historia realizada con un ordenador.
Hace solo tres años que la cantante beninesa Angélique Kidjo hizo una estupenda versión completa, integral, del contenido de Remain in Light (Sire, 1980), una prueba más de su vigencia y de su cualidad como materia prima infinitamente moldeable, proteica, maleable, apta para nuevas lecturas, cuarenta años después de su concepción. Todo un prodigio.