El legendario trío escocés facturó hace 31 años la piedra angular de eso que llamamos dream pop, proyectando su enorme sombra sobre Beach House, Slowdive, Grouper y muchos otros músicos de las últimas décadas.
Nadie ha cantado nunca como Elizabeth Fraser. Nadie ha logrado que una guitarra suene como la de Robin Guthrie. Parece una obviedad. En realidad, lo es. Como también que nunca la música de Cocteau Twins sonó mejor enfocada que en Heaven or Las Vegas (4AD, 1990), el sexto álbum de su carrera. 235.000 personas debieron pensar más o menos lo mismo, a tenor de la cifra de ejemplares que llevaban despachados seis años después. Lograron ser más accesibles que nunca sin comprometer su integridad ni desvirtuar su patente.
¿Y cuál era su patente? Su marca era aquel sonido envolvente, misterioso, con accesos exóticos, medievalistas y góticos, que nadie (más allá de This Mortal Coil) había intentado perfilar como ellos. Un eco, una reverberación, una resonancia que redefinía el concepto de espacio en relación al sonido. Y que tenía firma de autor. Fueron una banda absolutamente singular. Una especie de milagro, aunque ellos no lo considerasen así, de exigentes como eran con su propio trabajo: siempre creían que debían mejorar a cada paso.
Cocteau Twins fue uno de los cometas con más brillo en el firmamento de la casa 4AD de Ivo Watts-Rusell, con signos tan distintivos como las subyugantes portadas que les solía hacer Vaughan Oliver y la muchas veces ininteligible dicción de Liz Fraser, entonando en una especie de idioma inventado que en esencia venía a proclamar que su música nació para ser una experiencia sensorial, intuitiva, epidérmica, y no un producto cerebral facturado en un laboratorio. Eran sinónimo de emoción en estado puro, casi animal. Incluso cuando su discurso estaba tan bien pulido como en estas diez canciones.
Heaven or Las Vegas (4AD, 1990) es un compendio de sensaciones agridulces y de estados de ánimo encontrados, frecuentemente opuestos. Y no podía ser de otro modo: la relación con su discográfica se agriaba como suele suceder cuando se tensa la cuerda entre la necesidad de proyección comercial y los límites de la más estricta independencia, Liz Fraser se debatía entre la ilusión por su reciente maternidad y la incontrolable adicción a las drogas de su pareja y padre de la criatura, Robin Guthrie, y el bajista Simon Raymonde rumiaba aún el duelo por la muerte de su padre, el músico Ivor Raymonde, conocido por los arreglos, producción y dirección musical que hasta entonces había llevado a cabo en discos de Dusty Springfield, The Walker Brothers, Ian Dury o hasta Julio Iglesias (¿a que no pensabais que alguna vez su nombre y el de Cocteau Twins pudieran figurar en un mismo texto?)
Se trata de un disco que habita en algún lugar inconcreto entre la esperanza de una nueva vida y la pesadumbre de la muerte: su propia portada, diseñada por Paul West sobre una fotografía de Andy Rumball, muestra unas luces navideñas difuminadas, que lo mismo pueden ser guirnaldas que iluminación fúnebre. En el primer negociado se podrían situar perfectamente «Cherry-coloured funk», «Pitch the Baby» (lo más funk que hicieron nunca: el bajo de Raymonde literalmente se sale), «Iceblink Luck», «Heaven or Las Vegas» o «Fotzepolitic». Todas participan de un júbilo que modulan en diferentes escalas, logrando que cada una de ellas sea como un universo propio. En el segundo apartado, más sombrío, se sitúan «Fifty-fifty Clown», «I Wear Your Ring», «Road, River and Rail» y «Frou-frou Foxes in Midsummer Fires» (alumbrada por Simon Raymonde tras la muerte de su padre). Todas proyectan una atmósfera más reflexiva. De esas que no se desvanecen una vez el reproductor se ha apagado. Como las buenas películas.
Cualquiera de los trabajos precedentes de Cocteau Twins también hubiera podido serlo, pero se considera a este álbum como el pináculo del dream pop, un estilo de hacer música (más que un género) que por aquel entonces ni siquiera tenía ese nombre. La piedra rosetta del pop ensoñador, etéreo, con frecuencia onírico y siempre envolvente. Se dice que sin la guitarra de Kevin Shields (My Bloody Valentine) no podría explicarse el shoegaze, y lo mismo podría decirse del instrumento de Robin Guthrie respecto al dream pop, acentuado por una voz -la de Fraser- que también diseñó una plantilla esencialmente femenina para que Beach House, Ashrae Fax, Lush, Grouper, Cranes, Asobi Seksu, Pale Saints y tantos otros proyectos posteriores explorasen sobre ella.
También lo hicieron combinaciones de voces masculino-femeninas como Slowdive o Low. Hasta The Weeknd o Arca han sampleado en los últimos años algunas de las canciones de Cocteau Twins. Martika ya lo había hecho, vía Prince, con el bajo casi motorik de «Fifty-fifty Clown» en su «Love Thy Will Be Done» (1991).
Cocteau Twins refinaron su muro de sonido particular con esta obra maestra. Ensancharon el cauce de una forma muy particular de hacer música, evocada o imitada por cientos de artistas posteriores. Y sellaron su ingreso en la eternidad, porque estos 38 minutos no precisan de ningún contexto, sea del tipo que sea, para seducir y hasta hipnotizar, sin resistencia capaz de plantarle cara.