
El cuarteto de Athens alcanzó un éxito mundial hace treinta primaveras con un disco que marcó una nueva era para ellos y para el rock alternativo.
Hay éxitos que son difíciles de explicar. O los había, más bien. Hubo una época en la que las grandes multinacionales del disco podían aupar al estrellato a grupos que, solo unos años antes, reducían su eco al ámbito de lo underground. No es que ahora mismo eso ya no ocurra, pero desde luego que no lo hace con la misma capacidad para sorprendernos que la de aquellos primeros años noventa en los que los discos podían venderse por decenas de millones, porque eso de internet ni existía y el streaming ni siquiera era ciencia ficción.
Algo así ocurrió con R.E.M., y fue extraño porque lo hicieron de un modo que no era nada común en el terreno del rock corporativo en el que ya se movían entonces. Triunfaron en todo el mundo con un disco eminentemente acústico, tras unos cuantos años de poner en práctica un rock electrizante que les había acercado a una propuesta de estadios – que podía ser vista como cercana, aunque desde otro estilo, a la de U2 – teóricamente más propensa a vender discos como rosquillas. Y además, ni siquiera giraron para presentarlo, un privilegio inaudito para la época.
“R.E.M. triunfaron mundialmente con un disco que no parecía destinado a ello, eminentemente acústico y sin el respaldo de una gira”.
Por si fuera poco, la punta de lanza del disco y el gran culpable de su descomunal éxito fue una canción en la que Warner, su discográfica, no tenía especial confianza. Un tema armado sobre un instrumento tan poco cool como una mandolina, que lidiaba desde un punto confesional con asuntos de fe, con alegorías religiosas para enmascarar zozobras sentimentales que nada tenían que ver con los éxitos con los que Madonna, Michael Jackson, Mariah Carey, Michael Bolton o Paula Abdul copaban el Billboard y los escaparates de las grandes tiendas de discos. Sí, era “Losing My Religion”, con aquel intrigante videoclip dirigido por Tarsem Singh. Ganaron tres Grammy. Entre ellos, al mejor clip.
Ventas millonarias y credibilidad
Out of Time (Warner, 1991) era el séptimo disco de R.E.M. y el segundo en una multinacional, y con él lograron un lujo que muy pocas bandas se han podido permitir: experimentar, divertirse (y divertir) sin preocuparse por el retorno monetario, probar una nueva versión de sí mismos y con ello conseguir el éxito comercial más incontestable hasta entonces de su carrera, sin que (aparentemente) lo estuvieran buscando. Si hasta entonces habían hecho lo que les daba la gana, desde entonces aún pudieron otorgarse a sí mismos tal privilegio aún con más rotundidad.
Son pocos los grupos que, como R.E.M, han conseguido durante tanto tiempo aunar ventas millonarias y una credibilidad artística a prueba de cualquier consideración por parte de cualquier tiburón de la industria. Los Pet Shop Boys de la época serían un caso similar. Nadie podía toserles a los de Athens (Georgia). Si se cansaban de las largas giras, trasteaban con instrumentación nueva, se recluían en el estudio y aún vendían millones. 18 despacharon de este disco, nada menos. Una barbaridad.
Son muy pocos los grupos capaces de aunar ventas millonarias y una credibilidad artística a prueba de tiburones de la industria como R.E.M
El tono despreocupado, alegre, liviano y recreativo del disco Out of Time se explica por sus colaboraciones y por su reparto de nuevos roles: el rapero KRS-One proyectaba una versión de sí mismo igual de concienciada sociopolíticamente pero menos agria de lo acostumbrado en “Radio Song”, mientras Kate Pierson, de The B-52s, aportaba colorido con su voz a las joviales “Me in honey” y “Shinny Happy People”, una canción que el cuarteto dejó pronto de tocar en directo por considerarla poco representativa de su sonido, apenas una broma anecdótica. Deliciosa, en cualquier caso. Hasta las probaturas más aparentemente intrascendentes destilan en este disco un encanto muy singular.
El guitarrista Peter Buck aparcaba la guitarra eléctrica para empuñar la mandolina (de ahí que la sombra de los Byrds también se difumine), mientras el bajista Mike Mills tomaba la voz cantante en las preciosas “Texarkana” y “Near Wild Heaven”, esta última deudora del sonido de los Beach Boys. Al igual que la majestuosa “Low” lo era de la intriga de los mejores The Doors. Mención aparte para la doliente “Country Feedback”, una de las grandes gemas de su carrera y una de las favoritas de sus seguidores de largo recorrido, también una de las pocas que se aferra meridianamente al rock de raíces al que tanto habían contribuido durante casi una década.
“Fue un disco marcado por un nuevo reparto de roles entre sus miembros, las colaboraciones de Kate Pierson o KRS-One y puntuales influencias de The Beach Boys o The Doors”.
Luminoso, primaveral, radiante, Out of Time (1991) inauguraba una nueva era para R.E.M., pero también para el rock de los años noventa, allanando el camino para que proyectos que habían emergido del subsuelo, como Nirvana, se convirtieran en solo unos meses en fenómenos de ventas.
Disco bisagra entre dos épocas
La primera guerra del Golfo Pérsico ya era historia, la confrontación de bloques había quedado superada tras el derrumbe de los regímenes del este europeo y también en los EE.UU. se avecinaba un cambio político que era visto con cierto optimismo (Clinton llegaría a la presidencia en noviembre de 1992), y en cuya visibilización por parte del mundo de la cultura también habían jugado R.E.M. un papel importante.
Su disco se erigía, pues, en afortunado pórtico de entrada a unos felices años noventa – al menos desde nuestra actual perspectiva – , que íbamos a vivir sin grandes crisis económicas, sin amenazas terroristas globales ni (desde luego) pandemias.