
Hace 30 años vivimos en medio de una fabulosa cosecha discográfica, aunque el paso del tiempo nos haga dudar si nos estamos convirtiendo en rehenes de una tramposa nostalgia.
Los años bisagra. O los años frontera, mejor dicho. Seguro que todos tenéis alguno. Por contra, hay años que apenas ni recordamos. Que rara vez asoman por nuestro disco duro porque no tenemos ninguna vivencia particularmente memorable asociada a esa cifra. Seguro que nos ocurrió algo realmente importante, pero no tenemos conciencia real. Sin embargo, hay otros años que permanecen en nuestra sesera como si hubieran supuesto un antes y un después. El límite entre una etapa vital y otra, perfectamente diferenciadas. Ya sea por un cambio de residencia, una experiencia traumática o una muy feliz, una ruptura sentimental o la muerte de un ser querido, o simplemente por el fin de unos estudios o el inicio de otros, o por separar fases profesionales muy diferentes entre sí, o simplemente por pasar de paro al currele o viceversa.
A veces tengo la sensación de que 1991 fue precisamente eso para mucha gente de mi generación. Para quienes nacimos después del baby boom, y tuvimos la suerte (o la desgracia) de ser la primera hornada a la que se le asignó caprichosamente una letra: la X. La dichosa etiqueta de la generación X, que lo mismo servía para vender pantalones raídos, camisas de franela o ejemplares de El País de las Tentaciones. Sé que fue el escritor Douglas Coupland quien acuñó el término en una novela, pero cuando consulto el año de su edición y veo que fue 1991 (de verdad que pensaba que había sido más tarde), creo que es un síntoma. Es 1991 como parteaguas. 1991 como estación término y kilómetro cero, al mismo tiempo. 1991 como final y principio de tantas cosas. En su momento apenas me di cuenta. Ahora, pasados treinta añazos, que se dice pronto, creo que lo veo algo más claro.
1991 fue el año en el que Douglas Copeland acuñó el término generación X, también el año de The Year Punk Broke, el documental sobre Nirvana, Sonic Youth y otras bestias pardas del underground norteamericano.
Aquel fue también el año en el que el punk (de nuevo) lo petó, si hemos de hacer caso al documental The Year Punk Broke (Dave Markey), cuyo metraje plasmaba las correrías de Nirvana, Mudhoney, Sonic Youth, Dinosaur Jr. y demás bestias del rock underground norteamericano, a punto de cruzar -algunos, claro, no todos- el umbral que separaba el subsuelo de las listas de éxitos. Ese fue el nuevo punk. El punk de nuestra generación. Fundamentalmente Nirvana y Sonic Youth: estos últimos no publicaron nada durante aquel año, pero su ascendiente fue clave para que Kurt Cobain y los suyos ficharan por la multi Geffen. Ambos gozaban del mayor protagonismo en aquel documental. Lo que ocurrió a continuación lo sabe todo el mundo: durante las últimas semanas del año, Nevermind despachaba 300.000 copias a la semana. Hasta el día de hoy, son treinta millones largos.
La nostalgia es casi siempre tramposa. Nos vamos a hartar durante estos meses a leer artículos retrospectivos sobre los discos históricos que se publicaron en 1991. En otros medios y en este mismo. Es lógico. Funcionan. Generan lecturas. Se rentabilizan. No sé hasta qué punto pueden alumbrar visiones novedosas sobre el asunto, perspectivas inéditas, cosas que no se hayan dicho ni escrito ya tropecientas veces antes. Pero se leen. Como esos editoriales de periódico que repiten sus mismos argumentos en serie pero refuerzan nuestro enroque ideológico. Y la nostalgia puede ser tramposa, pero es tremendamente humana. ¿Cómo sustraerse a todo lo que pasó musical, cultural o sociopolíticamente durante aquel año, cuando (casi) todos acumulábamos treinta primaveras menos en el cuerpo y todo nos resultaba infinitamente más liviano?
Teníamos entonces esa sensación de que el mundo era un infinito muestrario de posibilidades, una suculenta rampa de salida, un apetitoso manjar al que no sabíamos aún por dónde pegarle bocado: lo único que sabíamos es que ahí estaba. Esperando. Reluciente. Inexplorado. Excitante a más no poder. Yo mismo cumplí la mayoría de edad en 1991, pasé del colegio a la universidad (con todo lo que eso comporta), sentí por primera vez algo parecido a lo que es enamorarse (tras los simulacros vendría the real thing), experimenté lo que puede doler un verano (que dirían Migala años después), pillé mi primera gran curda y aprendí a quererme un poco más y mejor, como solo los tardoadolescentes pueden y deben hacer, a base de darme, de darnos, golpes contra varios muros, por el siempre infalible método de la prueba y el error. Uno ha de aprender a equivocarse solo. Pero tampoco quiero volver a tener 18 años. Sería estúpido. Aunque de vez en cuando me marque alguna media marathon. No sé si, también en parte, y quizá no de forma consciente, cómo producto de la crisis de la mediana edad. Es más, tengo más motivos para ser feliz en 2021 que durante aquel año. Pero, ¿cómo no mirar con cariño a 1991?
¿Cómo no mirar con cariño a 1991, tanto por el reguero de sensacionales discos que nos dejó como por el hecho de que todos acumulábamos treinta primaveras menos en el cuerpo?
Hay muchas razones en forma de disco para acordarse de aquel año, en el que por vez primera vimos una guerra en directo por televisión y asistimos a la quiebra absoluta de un mundo que se explicaba en dos bloques que se diluían como un azucarillo, hasta que el más maltrecho derivaba en la descomposición definitiva de eso que se llamaron las repúblicas soviéticas… Nirvana conseguían aquello que los Pixies llevaban años macerando, aunque el artefacto que estos se sacaron de la manga (el infravalorado Trompe Le Monde) tampoco era manco. El grunge estaba en ese justo punto de cocción como para ser un estilo plenamente maduro y no haber desbordado todavía el molde hasta generar un reguero de risibles sucedáneos. Eso llegaría luego, un par de años después. Igual está feo dar nombres.
Muchos años antes de repartir tapones para los oídos del público en suntuosos auditorios, My Bloody Valentine expedían una densa capa de lava que hacía todo un arte del feedback y de la conjunción entre ruido blanco y melodías extraterrenales. Una combinación a la que también sacaban partido, desde un prisma bastante más pop, los Teenage Fanclub del inconmesurable Bandawagonesque (Creation, 1991). El año de gracia del sello de Alan McGee lo completaban unos tipos de Glasgow haciendo el mejor disco -curiosamente- de la era Madchester que había brotado 350 kilómetros al sur, el lisérgico y hasta revolucionario Screamadelica (Creation, 1991), mientras unos tales Blur aún no pasaban de monaguillos en la misma parroquia.
Mientras tanto, un colectivo de Bristol mezclaba el brebaje más embriagador nunca probado con la combinación de reggae, funk, dub y pop: Massive Attack y su seminal Blue Lines (Wild Bunch/Virgin, 1991). U2 se reinventaban de una forma desarmante incluso para quienes, como enconados detractores, les aguardaban con el cuchillo entre dientes tras su previo ataque de megalomanía filoyanqui. Y tampoco faltaban otros dinosaurios que, recién ingresados al club, como era el caso de R.E.M., iban completamente a la contra permitiéndose el lujo de petarlo en ámbito multinacional con un trabajo prácticamente acústico, antítesis del rugido grunge.
El shoegaze, el grunge, el trip hop y la combinación de electrónica y guitarras no se inventaron en 1991, pero sí eclosionaron popularmente entonces. Justo durante aquellos doce meses. Y sus efectos duran hasta hoy mismo. Pese a todos los clones, sucedáneos y anuncios de colonia que se han perpetrado en su nombre. Y en nuestro país, aún podías ver por aquel entonces en la tele a los Surfin’ Bichos, a Los Sencillos, a Los Bichos, a La Granja, a Los Enemigos, a Los Especialistas o a Mestizos. Sin deudas con la Movida, sin manierismos sajones ni lastres indies. Sin pecado (original) concebidos. Sin exponerse a nuestros revisionismos cainitas, solo a una merecida y aún pendiente -en muchos casos- revalorización.
Sí, éramos treinta años más jóvenes. Pero cuántas cosas se explican hoy en día por todo lo que pasó durante aquellos doce meses. Que fue mucho.