
El dúo noruego prueba, doce años después, la consistencia de su delicada fórmula acústica, tan fragante e inalterada como cuando irrumpió – cuando su sigilo era el nuevo grito – a principios de siglo.
Cuando Erlend Øye y Eirik Glambek Bøe empezaron a llamar la atención en los medios del ramo diciéndonos que lo tranquilo era, en realidad, el último grito, las redes sociales no existían, spotify tampoco, el rock de guitarras estaba a las puertas de su enésima resurrección y la única amenaza seria que parecía cernirse sobre la industria del disco era un invento llamado Napster, que procuraba la posibilidad de compartir archivos en red.
Han pasado veinte años y tres meses desde entonces, y por mucho que los dos amigos de Bergen nos quieran confesar que este, su cuarto disco, está más cerca que nunca de conectar con su esencia real, lo cierto es que los cambios en su discurso apenas son perceptibles. Y eso es seguramente lo mejor que se pueda decir de ellos. No news, good news. En su caso, es así.
Al tándem noruego se le exime de cualquier noción de evolutiva. Como ocurría con otros ilustres escapistas del pop, que también prolongaban el lapso de tiempo entre cada uno de sus álbumes hasta extremos que demandaban una fe a prueba de montañas por parte de sus fans: The Blue Nile. Quizá sería muy distinto si lo suyo fuera la incontinencia, a lo King Gizzard and The Lizard Wizard, obligados al escorzo permanente.
Al tándem noruego se le exime, con razón, de cualquier clase de evolución, como ocurre con otros grandes escapistas del pop.
Kings of Convenience dejaron pasar tres años entre el primer y el segundo elepé; cinco años entre el segundo y el tercero; y nada menos que doce entre el tercero y el cuarto: han batido su propio récord, por eso no extraña que nos digan que han hecho y rehecho cinco veces esta colección de canciones -grabada entre Sicilia, donde vivió unos años Erlend, Noruega, Chile y Berlín- durante los últimos años. La dificultad de pulir algo tan aparentemente sencillo.
Ellos mismos llegaron a bautizar una de sus última giras, aquella que pasó por España a finales de 2015, como The Unrecorded Record Tour, ironizando con su perfeccionismo crónico. Por mucho que no se mantuviera inactivos: Erlend con The Whitest Boy Alive y su faceta de DJ, Eirik con su proyecto Kommode y una vida familiar estable.

El sigilo, las verdades a media voz, las armonías vocales y el tacto acústico, ese flujo de música tenue y cauterizadora, parece querer proclamar su vigencia, decirnos que es igual de válida ahora, cuando el mundo se desgarra bajo populismos de nuevo cuño, presentismo digital, viejas luchas irresueltas (raciales o de género) y una pandemia que agrava desigualdades, que cuando el nuevo siglo amanecía bajo la sombra del terrorismo yihadista y el back to basics de los Strokes y demás defensores del cuero y los chorros de electricidad.
Como si, en esencia, lo importante apenas hubiera cambiado. La música de Kings of Convenience sigue siendo esa cálida brisa que, invariablemente, vuelve cada verano. El reencuentro con una vieja amistad. La confortable zona de seguridad. Cuesta muy poco abandonarse, una vez más, a sus canciones. Una vez te han ganado para su causa, no hay escapatoria. Ni cinismo que blandir como arma disuasoria, por mucho que su envoltorio visual (portadas, videoclips) responda a una sobrehigienizada pulcritud nórdica, como una campaña cualquiera de IKEA.
Peace or Love (EMI, 2021) es un disco que, bajo una apariencia claramente continuista, sin sacudidas rítmicas ni invitaciones al baile como aquella «I’d Rather Dance With You» (2004), revela más pliegues de los que parece en primera instancia. Y lo hace en consonancia con su temática: las costuras del amor cuando se enfila la mediana edad, el paso de tiempo, la muerte de quienes te dieron la vida y esa sensación de bordear el crepúsculo y saber que miras al ocaso como último eslabón vivo de tu cadena genealógica. Como si la trama cambiara, pero el decorado en el que se desarrolla permaneciera prácticamente inalterable. Sin tremendismos. Con la naturalidad de siempre.
«Peace or Love», bajo su aparente continuismo, revela su preocupación por los costurones del amor cuando se enfila la mediana edad.
La voz (de nuevo) de Feist en las preciosas «Love is a Lonely Thing» y «Catholic Country», esta última con esa cadencia casi de bossa nova y sus tímidas notas de piano, o el violín que asoma en «Rocky Trail», «Fever» o «Washing Machine», son algunos de los pespuntes – marca de la casa – que hacen que este trabajo suene a lo mismo de siempre y a la vez también a algo relativamente fresco, rozagante, genuino, otra vez convincente en su ausencia de pretensiones.
Resulta un poco agotador intentar describir con palabras comunes una música que, como la suya, es un estado de ánimo. Seleccionar vocablos mundanos para darle a la tecla en el intento de etiquetar una propuesta sublime en su propia desnudez, que brota como un manantial absolutamente incontaminado, aunque su flujo emerja a la superficie cada vez con más intermitencia. Dadle simplemente al play. O corred ya a vuestra tienda de discos.