El genial compositor norteamericano, fallecido ayer, deja uno de los cancioneros más enormes del siglo XX.
La palabra “pop” procede de “popular”. Y popular es aquello que cala en el pueblo. Algo que, lógicamente, no tiene por qué ser antónimo de calidad, por mucho que desde sectores recalcitrantemente rockistas se pudiera considerar en algún momento la música de Burt Bacharach (1928-2023) como un arte menor. Consumo de lagrimales especialmente sensibles, como las canciones de The Carpenters, para quienes – por cierto – también compuso alguna. Tonadas a las que encasquetar la etiqueta de easy listening o lounge music.
Ocurre que el tiempo suele poner las cosas en su sitio, y desde los años noventa (aproximadamente) la estatura creativa de Burt Bacharach no solo no se discute, sino que se reverencia con fidelidad por parte de cientos de músicos alrededor del globo que bien podrían ser, por edad, sus hijos o sus nietos.
Quizá el punto de inflexión lo marcó Elvis Costello cuando se alió con él en Painted From Memory (1998), un disco exquisito en el que el otrora angry young man, que creció amamantado en la rabia de la generación punk y new wave británicas, mezclaba a la perfección con el experimentado melodista de Kansas. Aquel fue uno de los picos creativos en la carrera de ambos, y la caja recopilatoria The Look of Love. The Burt Bacharach Collection (2001), que contenía cuatro discos en su versión más amplia, fue el vademécum definitivo para que toda una generación le rindiese adoración. Hasta hace un par de años hubo un bar en Zaragoza llamado Bar Bacharach, abierto en 2004 por el añorado Sergio Algora (El Niño Gusano, La Costa Brava), junto a otros socios.
Cancionero incomparable
No era para menos. Canciones como “Raindrops Keep Fallin’ On My Head”, “I Say A Little Prayer”, “Walk On By”, “The Look of Love”,”A House is not a Home”, “Make It Easy On Yourself”, “Alfie” o “What The World Needs Now Is Love”, casi todas firmadas a medias con Hal David (otro glorioso tándem de la era del american songbook), muchas de ellas en estrecha relación con el mundo del cine y cantadas por Jackie De Shannon, Cilla Black, Gene Pitney, Tom Jones, Petula Clark o, sobre todo, Dionne Warwick (la garganta que con más frecuencia plasmó sus geniales melodías) eran auténticas catedrales de la música popular, alumbradas durante las décadas de los sesenta, setenta, ochenta y noventa.
Líneas melódicas esbeltas, elegancia instrumental, emotividad desbordada sin caer en los tópicos de la sensiblería… un corpus creativo formidable, que defendió a capa y espada hasta sus mismísimos 91 años cumplidos. Su última visita a España fue ya con ochenta, en 2009 en Madrid, y por lo que cuentan quienes acudieron a verle (hay certeza en forma de videos en youtube), aún en un estado de forma excepcional, sentado ante su piano junto a un trío mixto de vocalistas. Su muerte puede doler por todo lo que ha representado, pero no puede decirse que haya sido una pérdida prematura o inesperada, a diferencia de otras que hemos vivido en los últimos meses. Vivió en plenitud hasta acercarse al siglo. Era de 1928. Un final que firmaríamos cualquiera. ¿No?
El eco de su obra se ha podido sentir en las canciones de quienes le versionaron y quienes le evocaron, tanto en el ámbito internacional como en el nuestro: The Divine Comedy (por supuesto), Scott Walker (por supuestísimo: no se entiende a este sin el anterior), Louis Phillipe, Germán Salto, Rick Treffers, A Girl Called Eddy, Scott Manion, los últimos Arctic Monkeys, Sondre Lerche, Rufus Wainwright, Ben Folds, Paddy McAloon, Plush… un listado tan insondable como la onda expansiva de su repertorio.