El mejor disco del cuarteto de Manchester celebra la efeméride mientras ve cómo su influencia y su peso histórico se han ido agigantando con el paso del tiempo.
¿Hay alguien que se atreva a decir que The Queen is Dead (Rough Trade, 1986) no es el mejor disco de los Smiths? Los gustos y las opiniones son siempre esencialmente subjetivas, por supuesto. Pero difícilmente puede argumentarse que este álbum, que ayer mismo cumplía 35 añazos de nada, no sea el más redondo, el mejor acabado, el más brillante, el más diverso y el más equilibrado de entre todos los que facturaron Morrissey, Johnny Marr, Mike Joyce y Andy Rourke, los cuatro fantásticos de Manchester.
Pocos lograron tanto en tan poco tiempo: en solo cinco años, pasaporte a la posteridad como una de las mejores bandas de todos los tiempos y una influencia descomunal sobre músicos de las últimas décadas. Sin obras como esta, difícilmente se entendería la música de The Sundays, Echobelly, The Drums, The Cribs, Trash Can Sinatras, Belle & Sebastian, Trembling Blue Stars, Gene, The Lucksmiths, Drowners o Northern Portrait, así como muchos de los mejores momentos de algunos de los discos de Josh Rouse, Everything But The Girl, British Sea Power, Bart Davenport, Ryan Adams o incluso Suede. Hay un sonido, una filosofía, una estética acompañada de cierta ética, que es profundamente smithiana. Hija inequívoca de discos como este.
Poniéndonos en antecedentes: en enero de aquel 1986, The Smiths habían formado parte del Red Wedge Tour, la gira que la organización izquierdista Red Wedge, con Billy Bragg, The Communards o Paul Weller a la cabeza, estaba llevando a cabo por ciudades del norte del Reino Unido para visibilizar su rechazo frontal a las políticas de Margaret Thatcher y su apoyo al laborismo de Neil Kinnock. En un principio, solamente Johnny Marr y Andy Rourke iban a participar, pero finalmente, en el concierto de Newcastle, Morrissey y Mike Joyce aceptaron que la banda al completo formase parte del espectáculo con un set propio.
Los Smiths nunca comulgaron de forma explítica con ningún posicionamiento político, aunque eran -obviamente- de clase media-baja, más bien obrera, y estaban empeñados (lo estaba Mozzer, vaya) en que este álbum se titulase Margaret on the guillotine. Quizá era demasiado directo, así que esa bala se la guardó Morrissey en la recámara para titular, dos años después, una de las canciones de su primer disco en solitario, Viva Hate (EMI, 1988).
The Smiths nunca comulgaron de forma explícita con ninguna formación política, pero tenían claro que aborrecían a Margaret Thatcher y a la familia real británica.
En noviembre de 1985 ya tenían escrito y listo este nuevo elepé, pero una agria renegociación del contrato que les unía a la discográfica Rough Trade, unida a la momentánea marcha de la banda de su bajista Andy Rourke por sus problemas con el consumo de drogas, hizo que sus planes se fueran demorando. Como suele ocurrir en estos casos, muchas veces la tormenta es el preludio de la plasmación de un afortunado big bang creativo. Y así fue.
La propia cronología, la secuencia con la que se fue desvelando su contenido, ya da una idea acerca de cómo se compuso. En mayo de 1986 se publica «Bigmouth strikes again», precisamente la canción que Johnny Marr quería elegir como primer sencillo, imponiendo su criterio al de Geoff Travis, que se inclinaba por «There is a light that never goes out». No pasó del número 26 en las listas de singles. Su discreto promedio habitual (otra cosa eran los álbumes, aunque se les resistía el número uno).
El 7 de junio apareció Morrissey en la portada del NME (no por casualidad, en determinados círculos se le llegó a calificar jocosamente como el «New Morrissey Express»), en una entrevista en su interior en la que no soltaba prenda sobre cuáles habían sido las directrices que habían inspirado el siempre difícil tercer disco. Ya sabéis: el de la confirmación o el descalabro.
El 16 de junio de 1986 llega a las tiendas, con una portada protagonizada por Alain Delon, una imagen algo emborronada, en tonos verdosos, yaciendo en el suelo, que era en realidad un fotograma de la película L’Insoumis, estrenada en España como La muerte no deserta, dirigida en 1964 por el realizador galo Alain Cavalier. Una preciosa forma de describir toda la decadente y hermosa melancolía, en ocasiones agonizante y mortecina, que albergaba un álbum que iba a convertirse en la indudable cima creativa de la banda.
Morrissey se apropiaba también de la letra y el sonido de “Take me back to dear old Blighty”, una canción popular interpretada casi de forma coral en la película del mismo título, que era insertada a modo de introducción a la canción que abría y daba título al álbum. Su letra decía aquello de «Querido Charles, ¿nunca has deseado aparecer en la portada del Daily Mail luciendo el traje de novia de tu madre? Así que he revisado todos los hechos históricos registrados hasta dar con la vergüenza de descubrir que soy el decimoctavo descendiente pálido de alguna vieja reina». Una de las canciones más contundentes y ácidas de su carrera.
Luego llegaban la a pegadiza «Frankly, Mr. Shankly», que dejaba por el camino algunas deliciosas perlas en alusión a los efectos corrosivos de la fama y el dinero, dirigidos (en opinión de algunos) como dardos directos a la línea de flotación de Geoff Travis; el imponente dramatismo y la autoconmiseración que emanaba de la sobresaliente “I Know It’s Over”, una de esas baladas que ponen la piel de gallina y ante cuya desatada sensación de desolado romanticismo hay que tener la sangre de horchata para no sentirse conmovido; el pozo de amargura que suponía «Never had no one ever» y su obsesiva sensación de soledad y la soleada e irónica «Cemetry gates», cerrando la primera cara con su necesario soplo de ligereza.
Era un disco que combinaba un romanticismo desolado y fatalista, marca dela casa, con algunos de sus pasajes más ácidos y enérgicos.
La segunda cara se abría con «Bigmouth Strikes Again», contundente bofetada sonora convertida en uno de sus pasajes más populares, la delicada y grácil «The Boy with the Thorn in His Side» (también aparecida previamente como single), la habitual cuota de ritmos rockabilly que solían colar en cada álbum con «Vicar in a Tutu” y la canción entre canciones, la madre de todos los melodramas pop habidos y por haber, una pieza que merece capítulo aparte por su grandeza: «There is a Light That Never Goes Out», sublimación máxima de su fatalista romanticismo, que iba completamente a la contra del que se estilaba en el pop de consumo de aquellos años ochenta. Tras ella, la hipnótica y algo críptica «Some Girls are Bigger Than Others», con ese fade out inicial (que a muchos nos hacía creer que era un error de fabricación de la cinta o del vinilo), poniendo el broche de oro.
The Queen is Dead (Rough Trade, 1986) se erigió en un disco sobresaliente, anguloso, profundo y versátil. La perfección del tándem formado por las letras de Morrissey y las músicas de Marr. Un disco ambicioso, a veces incluso barroco, que certificaba el vertiginoso crecimiento de su alianza en un tiempo récord. Lo presentaron en directo durante el mes de julio de 1986, en conciertos como el que ofrecieron en el G Mex de su ciudad, Manchester, el 19 de aquel mes (de ahí procede la foto de Morrissey que encabeza este artículo), dentro de un festival organizado por Tony Wilson, jefe de Factory Records y de la sala The Haçienda y factótum de la escena local, bautizado como Festival of the tenth summer .
Con él quería conmemorar el décimo aniversario del advenimiento del punk en la ciudad, cuyo bautismo de fuego había sido aquel concierto de los Sex Pistols un 4 de junio de 1976 en el Lesser Free Trade Hall, al que asistieron unas cuarenta personas, entre ellas el propio Morrissey, Tony Wilson (quien siempre lamentó su poca cintura para fichar a The Smiths: la película 24 Hour Party People, de Michael Winterbottom, de 2003, lo recordó), Ian Curtis (Joy Division), Bernard Sumner y Peter Hook (Joy Division, New Order), Mark E. Smith (The Fall), el productor Martin Hannett, el periodista Paul Morley y el escritor de fanzines Paul Welsh, autor de las únicas fotos de aquella seminal noche.
Solo una década después, The Smiths habían puesta patas arriba la escena pop de su país, y habían cambiado también, de paso, el curso de su historia, sin necesidad de grabar videoclips, aparecer en la MTV ni congraciar con la mayoría de los rutinarios requerimientos de la industria del disco. Solo a golpe de talento y genialidad.