
El proyecto de la joven Eva Valero despunta con un estupendo segundo álbum de pop electrónico que aúna múltiples registros.
Se suele decir, con bastante razón, que la mejor música pop es aquella que es capaz de fundir euforia y melancolía en una misma canción. La que sabe combinar, como si fueran la misma cosa, las irrefrenables ganas de beberse la vida a sorbos con la angustia y la desazón que habitan de vez en cuando en cada uno de nosotros, porque al fin y a cabo son ambas caras de la misma moneda.
Da la sensación de que Eva Valero, la artista nacida en Barcelona en 1995 que se oculta tras el alias creativo de Cabiria -como aquella que daba nombre a una mítica película de Fellini, Las noches de Cabiria– se sabe al dedillo esa fórmula, conoce bien sus componentes y muestra una temprana habilidad para destilarla en canciones de un pop electrónico de lo más resultón. A veces efervescente. Otras, analgésico.
Ciudad de las dos lunas (El Volcán, 2021), publicado hace tan solo unas semanas, es la prueba más concluyente. Es su segundo álbum, y en él ratifica esa destreza para plegarse por igual a un sentido del humor tenue, con su punto de candidez, siempre al servicio de estribillos que apuntan a lo memorable, como a ese olfato melódico que la han convertido en una referencia para toda una generación de músicos que van inmediatamente por detrás de ellas, entre los 20 y los 25 años de edad: los Yana Zafiro, Carlota, Chavales, Rebe, Ciberchico o Mori, esa generación que puede admirar por igual a Marcelo Criminal, Daniel Daniel, Cupido, Cariño o Confeti de Odio como a la factoría PC Music o a los nuevos adalides del hyperpop europeo.
Cabiria se ha convertido en toda una referencia para una generación de músicos españoles que tienen ahora entre 20 y 25 años.
Como dice ella misma en el tema que abre este seductor trabajo, «hay dos grandes lunas en la ciudad, como una bola de discoteca, sin importar la falta de futuro». La dualidad entre esa juventud para la que todo debería ser porvenir y, al mismo tiempo, la cruda realidad contra la que se da de bruces, es otra de las dicotomías que explican el poder de atracción de estos once cortes.
Se nota (y mucho) que a Cabiria le gustan New Order y Family -lo más parecido que hubo nunca a ellos en castellano- , tal y como sus sombras se proyectan en «Si pudieran hablar» o «DISCO-CAFÉ», pero también que hay algo de la tradición de la mejor música disco en los arreglos de cuerda de «Lejos un rato», que son puro delirio, o que también el gusto por los aderezos de saxo («Después de medianoche») le confieren una elegancia nada impostada, aunque sea inevitable que los nombres de Destroyer o Roxy Music asomen por algún rincón de nuestra sesera al escucharlos.
Se nota que le gusta la efervescencia de New Order y Family, pero también los arreglos de cuerda que remiten a la mejor música disco o los noctívagos aderezos de saxo a lo Destroyer o Roxy Music.
Son muchas las referencias estilíticas o geográficas que podríamos citar para tratar de definir su música ante cualquier neófito: Tokyo, Madrid o La Costa Brava; el bedroom pop más elaborado, el synth pop de filiación ochentera, las melodías chiclosas y efervescente de La Casa Azul o Javiera Mena e incluso la puntería de Mecano para dar con estribillos de hondo calado popular.
Pero ninguno de los razonables paralelismos que podamos esbozar terminará de explicar por sí solo la belleza caleidoscópica, naïf y multicromática de este disco, que cifra en la grabación y mezcla del experimentado Sergio Pérez (Svper, La Bien Querida, Joe Crepúsculo) su punto de cocción ideal.
Pocas músicas se antojan mejor compañía para las cálidas y apacibles noches de verano que se nos vienen encima.