Se publica en castellano la autobiografía de uno de los futbolistas más talentosos y díscolos de la historia, todo un icono pop de su época.
Era incorregible. Un personaje procedente de otra era. Un auténtico desfase humano. Un pasote continuo. En una época como la que vivimos, en la que los futbolistas son personajes escrupulosamente celosos de su imagen, de su intachable forma física y de sus declaraciones públicas (las únicas salidas de tono tolerables para el gran público son los brotes de humor blanco de tipos como Joaquín), fenómenos como el de George Best (1946-2005) suenan a ciencia ficción.
Al igual que ha ocurrido en el mundo de la música con muchos de sus frontmen, también la pléyade de futbolistas de élite se ha ido uniformizando. No parece haber hueco para los excéntricos. Tatuajes, bailecitos para TikTok, cortes y tintes de pelo de dudoso gusto, ejercicios en el gimnasio ante la cámara del móvil, fotos de vacaciones en Ibiza o en el Caribe junto a esposas despampanantes… la proyección pública de cualquier estrella del balompié del presente es más que previsible. Parecen clones. Apenas se distinguen, ni por su imagen ni por su discurso.
George Best sí lo hacía. Era completamente diferente al resto. No solo era un extraordinario jugador, campeón de Europa de 1968 en el Manchester United y Balón de Oro en aquel mismo año, al que solo el hecho de ser norirlandés le privó de relevancia en los torneos de selecciones nacionales, sino que también fue un auténtico personaje por sus hábitos, por su estampa y por sus declaraciones públicas. Era eléctrico, con un cambio de ritmo endiablado, una conducción de balón prodigiosa y una pegada fulminante. También fuera del césped.
Él no veraneaba en Ibiza ni en Bali ni en el Cancún. Se conformaba con Mallorca e incluso con Marbella, a donde solía viajar solo, sin más pretensión que atizarse una retahíla de cervezas bien frías (y brandy, y vodka, y champagne y… ) y charlar con los lugareños del bar de la esquina o ver atardecer desde el balcón de su habitación de hotel.
Por lo demás, era mujeriego, adicto a los coches de alta gama, a todo tipo de licores y a todo tipo de farra, firmante de un puñado de frases memorables, y lucía una imagen que fue la que le granjeó el título mediático de “quinto beatle”: pelo más bien largo, com pobladas patillas, algo que no era nada habitual en su profesión por aquel entonces.

En realidad, de beatle tuvo más bien poco. Era más bien Rolling Stone. Con el músico con quien sí trabó una buena amistad es con Phil Lynott (1949-1986), el inolvidable genio al frente de Thin Lizzy, otro artista sumido en excesos. En su caso, alcohol y drogas. Algo que a Best (las drogas, lo otro sí) nunca le gustó.
La editorial Contra ha tenido a bien publicar en castellano su autobiografía, originalmente desvelada en 2001, solo cuatro años antes de morir. Se llama El mejor. George Best (2022), y es un recorrido de primera mano por la vida de un personaje excesivo en todos los sentidos. Alguien que fue mucho más que un futbolista de talento singular. Fue el símbolo de una filosofía que consistía en beberse (literalmente) la vida a tragos en cada segundo, como si cada momento fuera a ser el último de su vida, como si quisiera escapar a la carrera de las penurias vividas durante su infancia en el Belfast de los años cuarenta y cincuenta, hasta que su cuerpo ya no pudo aguantar más, tras un transplante de hígado. Lo más parecido fue Paul Gascoigne, muchos años después, pero este no tenía el mismo carisma.
George Best dio nombre a un estupendo disco de The Wedding Present y a una no menos estupenda canción de New Order. Y fue una auténtica estrella pop de su tiempo, aunque en su vida empuñara un micro o una guitarra. No le hizo falta.