
Me produce curiosidad el existir de las palabras, el compendio del léxico, ese ir y venir de la lengua a la comisura, de la inconsciencia al pensar, y ese deslizarse por nuestros adentros sin que apenas le dé tiempo a la consciencia al por qué están saliendo de ahí.
Me pregunto también dónde irán a parar todas las palabras que engullimos, las que queremos decir y no decimos, las que son grito adentro e ignoramos dejándolas presas.
Me parece un hecho precioso el cómo somos capaces de adquirir vocabulario, la adquisición de una nueva palabra me parece una joya, el descubrimiento, un regalo.
“Me parece un hecho precioso el cómo somos capaces de adquirir vocabulario, la adquisición de una nueva palabra me parece una joya, el descubrimiento, un regalo”.
Qué fuerza pueden tener las palabras. Lo son todo. Lo que nos calma, lo que nos prende y apaga, lo que nos une y separa. Esas que a veces nos queremos tragar cuando nos vienen mal dadas, esas que también pueden ser nada. Como en aquella canción del 72 que se convirtió en súper ventas y ha sido versionada en multitud de idiomas, en la que una Mina desencantada le cuenta a Alberto Lupo cómo ha dejado de creer en ellas.
En la escucha, me fascina cómo viajan las palabras entre las personas, convirtiéndose en un contagio de maneras de expresarse y ser. No puedo evitar detenerme en ellas, percibir su trazabilidad. A veces a través de ellas intuyo descubrir conexiones inesperadas entre personas.
He presenciado como personas han sido abducidas por las palabras de otras personas con palabras solitarias, expresiones, frases. En esos momentos siento una certeza absoluta de la existencia del mimetismo. Reconozco que siento temor ante la facilidad con la que nos prestamos a lo ajeno. Temor al comprobar lo vulnerables que nos hallamos ante la pérdida de nuestra propia identidad …
El verdadero problema me viene cuando percibo que una persona es una mezcla de las palabras de otras personas. Cuando percibo que coge de aquí de allá sin orden ni concierto o bien de un solo lugar que no es el propio. Entonces comienzo a desconfiar, habito el caos, me confunde no saber cuándo es la persona que realmente es o está siendo la otra. Habito la nostalgia al observar cómo se borra a sí misma, por respeto o cobardía no suelo decir nada, aunque reconozco sentir la tristeza cuando en la escucha de esas palabras contagiadas de lo ajeno palpo el hurto del propio pensar.
Luego en algún despiste, en un mal día, esa persona baja la guardia y de pronto se permite ser ella misma, eso me pone contenta, me conmueve ese reencuentro, el comprobar que esa persona todavía sigue ahí.
A veces reconoces sonidos de unos en otros. Se contagia un “Mmm” mientras se produce la escucha, un “Aaaah” dilatado como muestra de atención o sorpresa, un sonido de esos guturales que se entregan con los labios apretados (como si escondieran alguna palabra atrapada a punto de morir al no ser pronunciada jamás) … Cuando escucho una novedad de este tipo en alguna voz frecuente siempre me preguntó dónde se habrá contagiado.
A mí a veces también me han contagiado con alguna palabra o sonido que he cuidado conservar para, de alguna manera, estar más cerca de la persona que me contagió.
“A mí a veces también me han contagiado con alguna palabra o sonido que he cuidado conservar para, de alguna manera, estar más cerca de la persona que me contagió.
No dejo de pensar en que cuanto más nos abducen las palabras de otras personas es cuanto más débiles estamos, cuanto más nos hemos permitido que la vida nos canse y nos hemos olvidado de ser lo que realmente somos.
Quizá, aunque las personas seamos únicas, no dejamos de ser pequeños fragmentos de otras personas y eso me lleva a pensar que por eso importa tanto quienes sean las otras personas.
Quizá las palabras se hallan en un viaje circular continuo y las vamos capturando desde las bifurcaciones.
Quizá la vida de las palabras sea como la vida al estar atrapada en una glorieta, como en esta canción del nuevo álbum de Tennis que me tiene atrapada desde hace unos días.