
A veces me da por viajar a la casa donde pasé mi infancia. Todos tenemos una casa donde pasamos la infancia y muchos tan solo la seguimos teniendo en la memoria. A veces esa casa ya ni siquiera existe, y lo que fuimos en ella se halla escondido entre lo que somos ahora…
No tengo fotos de aquella casa, tan solo algunas letras que escribí alguna vez y lo que alberga la memoria que observo que de vez en cuando me da por recrear. La casa estaba en un barrio de pescadores cerca del mar, un barrio de esos que existen en muchas ciudades que un día fueron casa para muchos y luego se degradaron hasta quedar exhaustos, forzando que muchos abandonasen lo que fue su casa y ahora se han puesto de moda con los precios por las nubes.
La casa en cuestión tenía una puerta de madera de esas que tienen una mano de hierro que agarra una bola. Esa mano siempre estaba ahí, esperando que otra mano llegase y la acariciase, como otras muchas manos que andan por el mundo, aunque esta básicamente esperaba que las visitas humanas la capturasen para aporrear la madera esperando que alguien escuchase los golpes anunciando la visita. Cuando la puerta se abría, una escalera infinita de mármol invitaba al ascenso para culminar la llegada.
Otra gran puerta de madera anunciaba que la fiesta comenzaba. Suelos hidráulicos, coloridos y dispares dibujaban las tramas que ofrecía cada estancia, cada una diferente cargada de identidad que entonces parecía lógica, pero que ahora al observar las uniformidades de las casas son curiosas.
Grandes puertas de madera vigilaban cada habitación. Todas diferentes, macizas, correderas, con vidrio impreso, de ese que invita a jugar ya que solo deja observar las sombras y puertas vaivén, de esas que se llaman así porque van y vienen, que podías sacudir sutilmente para estimular su movimiento y cuando eres niño te pueden entretener un largo rato con su balanceo.
Porque en la niñez el tiempo sucede de manera distinta e importa mucho lo que luego deja de importar para que pasen a importar otras cosas que luego cuando te haces mayor te das cuenta que tampoco importaban tanto…
Pero la más curiosa de todas era la puerta de mi habitación. La puerta de mi habitación no existía, tenías que descubrirla, quizá aquella puerta era sabia ya que anunciaba una metáfora de lo que luego iba a ocurrir en la vida, de aquello de que hay que observar los detalles para descubrir las verdaderas esencias. La puerta tan solo tenía dos pequeñas bisagras y un microscópico tirador, se hallaba enclavada en la propia pared teñida de un gotelé de los que ya no se ven, de modo que al observar la pared no percibías que había una puerta, debías hurgar en el espacio, observar detenidamente para descubrirla, como otras muchas cosas en la vida. En aquel entonces formaba parte de la cotidianidad y tan solo tomaba consciencia de su peculiaridad cuando alguien que visitaba la casa se sorprendía al descubrir que la propia pared ocultaba una puerta. Ahora me parece un contraste sorprendente cargado de significado…
“Porque en la niñez el tiempo sucede de manera distinta e importa mucho lo que luego deja de importar para que pasen a importar otras cosas que luego cuando te haces mayor te das cuenta que tampoco importaban tanto”.
La puerta que abría el gran refugio, esa guarida que el propio espacio representa en la infancia. Aquello era “el espacio”, el lugar donde podías acumular aquellos tesoros que eran hallazgos de vida y lo significaban todo, y el lugar donde ocurrían todos los cambios que ocurren en lo de hacerte mayor. Ese espacio era sagrado, como lo es para todos los que nunca han tenido un espacio íntimo y comienzan a comprender que lo necesitan. Una habitación propia, como dictó Virginia Wolf en aquel ensayo de 1929 que se basó en la idea de que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir”, y del que todas las mujeres hemos sido tan conscientes de su necesidad después.
Aquella habitación, todas las habitaciones que contienen esas vidas que comienzan a ser vidas propias, albergaba los primeros sueños y fantasías, las primeras músicas propias, las primeras letras, los primeros anhelos y todo lo que implicase la palabra principio. Como todas las habitaciones, escondía iconos y pistas que revelaban una personalidad que se iba conformando. Aquella la presidía un poster gigante de la película Rebelde sin causa (1965), con un James Dean ilustrado, quizá un avance de lo que vendría después, también estanterías cargadas de música, algún libro y libretas y cajitas repletas de entradas de conciertos, fotos, cartas, poemas, escritos dejados caer y diferentes papeles impresos de gráficas que por motivos desconocidos estimulaban de distintas maneras… Y por supuesto el típico corcho en la pared donde ibas catalogando tus logros más laureados, que todos eran experienciales, de esos que luego sabes que son los únicos que cuentan en la vida, los que vivimos, los que nos atrevemos a vivir.
La casa la completaban estancias con balcones que eran morada de plantas y una habitación que hacía de lugar de paso con una gran mesa de caña y cerámica mediterránea que miraba a un gran ventanal hacia un pequeño patio interior… En esa mesa sucedían la mayoría de los encuentros entre sonrisas, delicias y paladares.
La casa tenía una distribución muy poco convencional, al menos poco convencional para las distribuciones que las casas suelen frecuentar ahora y estaba llena de recovecos. Junto a la puerta de entrada se situaba otra puerta que al abrirse asomaba una ristra de escalones, conducían a lo que llamábamos el porche que estaba sostenido por largos listones de madera que emitían a cada paso el sonido de sus años y yacían abrigados por una pirámide dibujada con robustas vigas de madera. La iluminación la poblaban unas bombillas que hilaban halos de manera disconforme, pero el gran secreto lo albergaba una puerta que escondía una pequeña terraza rodeada de tejados, desde allí podías tocar el cielo, como en aquella escena de Desayuno con diamantes (1961) en la que Audrey Hepburn abrazaba su guitarra susurrando el “Moon River”.
Desde aquel lugar no se divisaban rascacielos ni escaleras de incendios de las que conforman los paisajes urbanos de Nueva York. Allí no había grandes edificios ni guitarra. Aquello era un tejado desde el que tan solo se divisaba el cielo y las nubes asomaban por las puntas de los dedos de los píes mientras unas Victoria estaban tiradas en el suelo rodeadas por un mar de tejas, cada una permeada de manera diferente por el transcurso del tiempo, como las personas.
Aquello era un refugio en un barrio pesquero en el que sonaban en un radio cassete canciones de Transvision Vamp, el “I Like Chopin” de Gazebo o aquella versión de The Ronettes cantada por los Ramones mientras sucedía el tiempo sin importar nada más.
A veces pienso que aquella casa era un aviso, una representación de lo que luego comenzarías a comprender de la propia vida. Identidad, diversidad, colores, recovecos, peldaños, refugios y guaridas mientras la luz cambiante del exterior atraviesa los espacios.
Me gusta observar la casa desde la distancia, desde fuera, porque desde este lugar se pueden observar detalles y sensaciones de los que antes no eras consciente y cobran una nueva vida en la memoria, como cuando visionas una película… Imagino que como cualquier otra cosa que se puede observar desde la distancia y habita en la memoria.
“A veces pienso que aquella casa era un aviso, una representación de lo que luego comenzarías a comprender de la propia vida. Identidad, diversidad, colores, recovecos, peldaños, refugios…”
Las casas andan cargadas de rincones y significados, a veces incluso las casas se hallan fuera de la propia casa y tienen figuras imposibles. Las casas pueden tener muchas formas. Hace tiempo, leyendo el libro La resistencia íntima (2015), de Josep María Esquirol, encontré una frase que me gustó y decía “La casa es siempre el símbolo de la intimidad descansada”… Imagino que por eso cada cual halla su casa en lugares sorprendentes… Pero qué importante es tener una casa donde poder ser lo que comenzamos a ser en aquellas habitaciones propias.