
No sé por qué, a mí Julio Iglesias me transporta a la nostalgia de historias por acabar, a una España de esas de Martin Parr, a algo completamente ajeno que por algún motivo me entretiene recrear.
Sí, lo confieso, me gusta escuchar a Julio Iglesias. Reconozco que hace años me daba pudor admitirlo, como si el resto de la humanidad te fuese a aniquilar por tus gustos musicales, como si fueses mejor o peor persona por lo que escuchas, como si una fuga de cultura se diese por la convivencia de deleites dispares… como si realmente importase lo que piensan los demás… Menuda tontuna.
Aunque quizá esto lo hemos experimentado alguna vez todas las personas: se llama vergüenza, temor, estupidez.
Pero es que a mí, escuchar a Julio Iglesias me hace acceder a un imaginario de cintas de metraje infinitas. A mí Julio Iglesias me propone escenas y vidas. Y eso me gusta.
El primer recuerdo que tengo de Julio Iglesias es la portada de un vinilo que tenía mi tía. En casa se escuchaba clásica y cosas como Adriano Celentano, George Moustaki, Antonio Machín, Paco Ibañez o Paul Anka. En aquel álbum del 75 llamado El amor, me llamaba más la atención la silla Peacock que aparecía -y me recordaba a un pavo real- y el traje blanco que todo lo demás. Por aquel entonces yo no tenía ni idea de quién era ese señor, ni de su música, ni de esa silla que popularizó la película Emmanuelle, que tampoco sabía que existía.
Porque por suerte la vida te va descubriendo cosas y esas cosas se transforman y los significados mutan y algo que ni siquiera pensabas que iba a ser resulta que acaba siendo y eso me ha pasado a mí con Julio Iglesias… Y con muchas otras cosas.
«Porque por suerte la vida te va descubriendo cosas y esas cosas se transforman y los significados mutan y algo que ni siquiera pensabas que iba a ser resulta que acaba siendo y eso me ha pasado a mí con Julio Iglesias… y con muchas otras cosas».
Es curioso: no conozco la discografía completa de Julio Iglesias, nunca lo he seguido de cerca, pero con el paso del tiempo hay canciones de Julio Iglesias que he adoptado y son refugio y fetiche.
Confieso que tengo una lista de Julio Iglesias. La lista la componen unas veinte canciones y parece que el Julio Iglesias que me gusta es ese que no supera el año 85, ya que excepto “La carretera”, tema que versionó La Estrella de David, todos los temas de la lista son de antes.
A mí me gusta escuchar a Julio Iglesias sobre todo en el coche. Suelo transitar una autopista de peaje que siempre anda desierta: realmente no tiene ningún sentido acceder a ella, como muchas otras cosas en la vida que no tienen sentido, pero se hacen. La autopista está al lado de una maravillosa autovía… Pero yo la cojo, me abrazo al volante, ruedo el asfalto y escucho esa lista mientras asoma Benidorm.
Si hay suerte y llueve siempre aprovecho para escuchar esos acordes que dicen «Llueve y está mojada la carretera. ¡Qué largo es el camino! ¡Qué larga espera!».
Mientras suena eso de «De tanto andar por la vida sin freno…», lo de «somos dos gotas de llanto en una canción» o aquello de «es que yo, amo la vida y amo el amor», en esos trayectos tengo la suerte de viajar doble, a una cortina de esas de los años ochenta (que hace poco he descubierto que se llaman anti moscas) y esconden siluetas de almas rotas, a un neón de carretera donde la luz interior no brilla, a un camión conducido por un hombre con un espejo del que cuelga un amuleto para regresar sano, a un tacón rojo con las piernas cruzadas mientras el agua corre por las mejillas y el rímel y el carmín andan movidos, pero también a una fiesta de esas en las que todo sucede delante de una cortina de tiras de plata y a sonrisas con chaquetas de brillo y pajaritas negras. Yo creo que de todo esto tiene la culpa Julio Iglesias y Bigas Luna con sus Huevos de Oro (1993).
No sé por qué, a mí Julio Iglesias me transporta a la nostalgia de historias por acabar, a una España de esas de Martin Parr, a algo completamente ajeno que por algún motivo me entretiene recrear. Muchos de sus temas me anuncian a un latin lover que tiene más cara que espalda, a «un quijote de un tiempo que no tiene edad». Esa figura prefiero dibujarla con un toque de humor, sin extraerla de la fantasía, queriendo pensar que en la vida real ese retrato de cualquier latin lover ahora posee una responsabilidad afectiva bien definida, aunque sabiendo que no es así, y que aún queda mucho por definir.
Una vez, en una playa de la Costa Brava, me leí una extensa entrevista a Julio en el Vanity Fair, disfruté leyéndola y entre otros detalles interesantes, en ella decían que esa postura de mano posada en su abdominal se debía a una operación.
Una vez, en un momento que el hambre acuciaba, entré en una pizzeria de Roma, mantel de cuadros rojo y blanco, mesas vacías, sonaba Julio Iglesias: creo que es la pizza más triste que me he comido en la vida, pero mientras la mozzarella se despanzurraba por el paladar estuve en mil lugares, y eso se lo debo a Julio Iglesias.
«Julio Iglesias lleva toda la vida sin cambiar de peinado, su bronceado es ya su piel, parece que ha sido él mismo durante toda su vida sin ningún temor a serlo».
Julio Iglesias lleva toda la vida sin cambiar de peinado, su bronceado es ya su piel, parece que ha sido él mismo durante toda su vida sin ningún temor a serlo y debe haber conocido a más personas a lo largo de su vida que toda una ciudad conjunta. Sus cifras son de esas que aplastan y sorprenden: más de 2.600 discos de oro y platino, catorce idiomas diferentes en sus canciones, más de cinco mil conciertos, más de 300 millones de copias vendidas, y en 2018 se reproducían más 87 millones de veces sus canciones en Spotify. También hay cifras de sus relaciones sexuales, pero eso me parece más difuso. Supongo que será interesante mantener una conversación de esas de verdad con Julio Iglesias.
Jordi Évole dice que él habla con muchos tacos, a mí los tacos gratuitos de todo el rato no me gustan, los que están justificados con el momento preciso sí, pero creo que a primera voz me caería bien, me gustaría conocerlo. Alguien como él debe tener mucho que contar, porque para alguien como él no creo que la vida siga igual. En alguien como él yo creo que caben muchas vidas, aunque en el fondo, todas las vidas sean igual por dentro.
Me quedo con la lectura pendiente de Hey! (2022), el libro de Hans Laguna que hace tiempo quiero leerme, y con eso de «Abrázame como si fuera ahora la primera vez», que también cantó después Iván Ferreiro, porque un abrazo siempre es un abrazo.
La música es la llave para viajar, incluso a lugares en los que nunca podrás estar, aunque la vida siempre sorprende.