Qué interesante habría sido si Spielberg hubiera rehecho West Side Story a ritmo de Bad Bunny, Residente o Karol G: el mambo ya fue la forma en la que la fiebre por lo latino se imponía en el mundo de la música, hace más de setenta años.
Es evidente que desde hace más de una década asistimos a una auténtica revolución en la música latina. Desde que a mediados de los años noventa, en Puerto Rico y en otros lugares del Caribe, comenzaron a fusionar las músicas urbanas norteamericanas, como el hip hop y el rap, con ritmos autóctonos y líricas en español, el reggaeton y sus derivados han evolucionado en un ascenso imparable hasta convertirse, a día de hoy, en un fenómeno global, llegando a influir en los sonidos anglosajones e incluso a desplazarlos del epicentro musical.
Pero no es la primera vez que acontece una fiebre por lo latino en la historia de la música como la que estamos viviendo en la actualidad. A finales de los años treinta la aceleración del danzón cubano y una modificación que sincopaba la percusión dieron como resultado el mambo.
«La fiebre por el reggaeton y otros géneros latinos que vivimos tuvo un antecedente a finales de los años treinta con el mambo».
Desarrollado posteriormente en los salones de baile habaneros durante los años cuarenta, fue a finales de esta década cuando el famoso Dámaso Pérez Prado puso este ritmo definitivamente en el mapa mundial, al ampliar la instrumentación de los combos, acercándola así a los sonidos de las grandes orquestas de jazz estadounidenses del momento.
Es en 1948 cuando Pérez Prado llega a México, el mambo al cine, y de ahí a fenómeno global: ¡más de cincuenta películas en cuatro años llegó a musicalizar el maestro! Será en 1949, con la publicación del doble sencillo «Mambo Nº5» y «Mambo, qué rico mambo», cuando se desata la «mambomanía», cruzando la frontera hasta Hollywood y revolucionando los años cincuenta, incluso adelantándose al rock‘n’roll como baile frenético y desinhibido.
EEUU en los años cincuenta era un país económicamente próspero debido a los réditos obtenidos por la Segunda Guerra Mundial, pero también como consecuencia de ésta, la sociedad estaba recorrida por miedos internos, pulsiones contenidas y una cara colectiva oculta y subterránea. El cine de esta década, como gran catalizador que siempre ha sido, fue un reflejo de su tiempo a través de películas psicologistas, oscuras y llenas de pliegues de cineastas como Nicholas Ray, Elia Kazan, Douglas Sirk o el gran maestro Hitchcock.
En este clima, el mambo encajó en ocasiones como elemento detonante de tragedias, o liberador en otras; casi siempre con un carácter sexual, ayudó a muchos de estos autores a poner en escena los instintos reprimidos y las explosiones internas de un país en estado de ebullición.
«El mambo encajó en el mundo del cine como detonante de tragedias o liberador en otras; casi siempre con un carácter sexual, ayudó a muchos cineastas a poner en escena los instintos reprimidos y las explosiones internas de un país en estado de ebullición».
Ya en la homónima Mambo (Robert Rossen, 1954), una exótica Silvana Mangano representaba, a través de una coreografía exuberante, su pasado opresivo entre dos hombres, del cual consigue liberarse al convertirse en bailarina profesional de una compañía de danza.
Incluso un Óscar se llevó Dorothy Malone dando vida a la vitriólica Marylee en el excelente melodrama Escrito sobre el Viento (Douglas Sirk, 1956), contoneando alcohólica y exageradamente sus caderas al ritmo del corte «Temptation» del gran score compuesto por Frank Skinner; y presagiando, mediante un memorable montaje en paralelo, la muerte de su padre, el progenitor de la adinerada y trágica familia texana Hadley. Dos ejemplos opuestos del baile como liberación o como chamán del infortunio.
Puede que el mambo más conocido del cine, pero quizás el que menos se recuerde al quedar relegado por la imagen del mítico plano secuencia de apertura de Sed de Mal (Orson Welles, 1958), sea el «Main Title» que el maestro Henry Mancini creó para esta otra gran partitura de los cincuenta.
Un preciso ejemplo de tensión contenida y sin solución de continuidad encaminado por el ritmo de los bongos y las contras de los metales para un espectador que conoce el “qué” inminente de la instalación de una bomba, pero no el inquietante “cuándo” de su detonación: posible metáfora del miedo atómico que asolaba a la población de la época.
A medida que avanzaba la década, el mambo salvaje empezó a domesticarse, las síncopas frenéticas fueron evolucionando hasta convertirse en un nuevo estilo más sencillo de (aprender a) bailar, y así… «¡un, dos, cha-cha-chá!». No hay ejemplo más certero en la pantalla que el conato de baile entre James Mason y Shelley Winters, sobre un chachachá con el nombre de la propia actriz que compuso Nelson Riddle en su banda sonora para Lolita (Stanley Kubrick, 1962); otro retrato de la ambigüedad moral imperante del momento.
«Para entender la dimensión universal del mambo hay que viajar hasta Japón, a los scores de Masaru Sato».
Para llegar a entender la dimensión universal que tomó la “mambomanía” viajamos hasta Japón. Allí, otro genio del score creó una de las mejores partituras de la historia del cine mundial: Masaru Sato fusionó instrumentación y percusiones tradicionales niponas, con elementos extraídos de los contrapuntos y los metales del mambo, para la obra maestra Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961).
El corte «Big Trouble» puntualiza de manera singular el duelo entre los partidarios de Ushi-Tora y de los de Seibei, archienemigos en una pequeña población del Japón feudal, observados desde las alturas por el gran Toshiro Mifune, que en su papel del samurai Sanjuro vislumbra el destino trágico de ambos bandos. Kurosawa y Sato vaticinando las posibles consecuencias de una coetánea Guerra Fría a golpe de cadera y katana.
Coincidentemente en ese mismo año 1961, y de vuelta a occidente, otra película representará el duelo entre dos bandas rivales, pero de manera completamente antagónica a la puesta en escena por los nipones: los famosos Jets contra los Sharks se enfrentaban en la pista de baile de un gimnasio neoyorquino al grito del Mambo que Leonard Bernstein creó para West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961). Una vez más, la coreografía para exorcizar, en este caso, las tensiones raciales y la pérdida del poder territorial en un creciente Nueva York de finales de los cincuenta.
Y del West Side de 1961 al de 2021. Qué adaptación más interesante y reveladora le hubiese quedado al rey Midas Spielberg si hubiese partido de cero y aprovechado la explosión latina de nuestro presente moviendo a María, a Tony y a sus compinches al ritmo de Bad Bunny, Residente o Karol G.
Qué mejor manera que transferir aquellas revoluciones musicales a las actuales para, al fin y al cabo, seguir narrando sesenta años después los mismos problemas de entonces, pero en la era del Black Lives Matter y la voraz especulación gentrificadora y sus consecuencias.