Todo el mundo sabe que las mejores cosas de la vida, como las canciones que duran tres minutos pero duelen para siempre, son eternas. Al menos por un rato.
Hace un par de sábados escuché una canción en un bar de Santiago. De vez en cuando ocurre que llegas a un sitio y algo cambia la temperatura; puede ser una persona que sabe cómo moverse y cómo mirar, o puede ser una luz, una conversación, una atmósfera. Ese sábado fue una canción. Desde el primer momento me sentí atraído por su magnetismo belicoso y raro.
Le pregunté a mis amigos si la conocían. Ellos miraron al vacío como si estuvieran intentando leer los subtítulos en el aire y luego negaron con la cabeza: nadie tenía ni idea. Me quedé escuchando y no es que aquella melodía me estuviera transmitiendo delirios: es que me los estaba contagiando. Luego fui a preguntarle a la camarera, que después de consultarlo en una lista de Spotify, me dio el nombre. Yo lo apunté en las notas del móvil y, cuando me quise dar cuenta, la canción había terminado.
En verdad ya daba igual: algo se había prendido, como una llamita, y cuando se encienden las pasiones todo lo demás se apaga. El domingo me desperté sin resaca y pensé en ir a correr. Me acordé de la canción porque algunas canciones, como ciertas personas, son memorables desde el primer momento.
«Me acordé de la canción porque algunas canciones, como ciertas personas, son memorables desde el primer momento».
Normalmente, cuando salgo a correr, me pongo algún podcast. Pero cuando salí a la calle y puse la canción ya no pude quitarla. Fue como asomarme a un precipicio. Como cerrar un libro y ponerlo boca abajo. La primera vez que la escuché me impactó, a la cuarta estaba completamente enganchado.
No sé cuántas veces pudo sonar en los cuarenta minutos de carrera -no tenía resaca pero tampoco soy Murakami– y con todo me supo a poco: la puse también para ducharme. Cada vez que la escuchaba descubría algo nuevo en ella. Las canciones favoritas no se eligen, pensé, por lo menos de puertas para adentro. No sabía si me había pegado tan fuerte por nueva, por rumbosa, o por tener el punto exacto entre lo melancólico y lo guarro, entre la violencia y el amor, o directamente por ponerme a mí un poco triste y cachondo a la vez. La música, como la vida, es mejor cuando los deseos y los miedos se ponen de acuerdo.
Siempre he pensado que lo que más me gusta de las canciones que me gustan es que no sean puntos de llegada, sino de partida: puertas abiertas que me lleven a lugares desconocidos o familiares pero siempre extraños y salvajes. Y al contrario: escuchar canciones que no me dicen nada es como ir golpeando en puertas que no se abren.
Durante la semana siguiente -el martes, el jueves- la escuchaba y volvía a ser sábado. Iba con los cascos de aquí para allá, haciendo recados, pero de alguna forma volvía a estar en ese punto alucinante de los sábados entre la tarde y la noche en el que todo parece admisible, y todo está bien, y el mundo se aparece ante uno como un lugar lleno de posibilidades. La canción me había encerrado en un lugar que no quería compartir con nadie.
Creo que la belleza de las canciones no se escucha, sino que se adivina o se imagina. Y ya tenía para entonces una sensación bien curiosa: no era tanto que a mí me gustase la canción como que a la canción le gustaba yo. No me iba a dejar escapar.
«El de las canciones es un enamoramiento delicado y casi siempre efímero, y es tristísimo y excitante que ese amor se acabe tan rápido, a los quince días».
Sin embargo, el de las canciones es un enamoramiento delicado y casi siempre efímero. Y es tristísimo y excitante que ese amor se acabe tan rápido, concretamente a los quince días. Con las canciones que nos gustan pasa como con algunas personas: si las quemamos acaban no diciendo nada. Terminan siendo como un árbol que ya no da sombra. Se vacían con el uso, como bienes consumibles. Pero en el amor no existe el ahorro ni la mesura, ni falta que hace: las pasiones prenden sin control, a menudo dejando un rastro de cenizas.
Lo cierto es que hay unas pocas canciones y quizás un puñado de personas en la vida de todos que lejos de consumirse con el uso, se consolidan con cada escucha, o se van transformando con el trato. Pasan los años y la única forma que tenemos de detenerlos es ser las personas que fuimos cuando escuchamos esa canción.
Esas pocas canciones son la manera que tenemos de volver al lugar donde tantas veces fuimos, para ver si los demás tampoco están. Como dijo Quique González: para ver que duele, pero ya no duele como antes. Son canciones que tal vez consiguen que extrañes a alguien que en realidad no extrañas. Son canciones que duran tres minutos pero duelen para siempre. A tu alrededor todo cambia, menos tú escuchando música antigua.
Hace unos meses me descubrí incluyendo la canción del sábado en mi lista «primavera 22», como si fuese una más entre otras ochenta y siete. Pronto no dejaré que termine. Más adelante, la pasaré sin dejar que empiece. Y es más que probable que no supere el corte de las canciones que se incorporan a la lista «verano 22». Pero no importa: todo el mundo sabe que las mejores cosas de la vida son eternas, al menos por un rato.