No todas las primeras veces son igual de deslumbrantes y no todos los autores nuevos que leí antes y después me fascinaron tanto como el francés: esa es la razón por la que sigo leyendo todo lo que publica.
Hace casi diez años, tal vez por la recomendación del articulista de algún medio digital, fui a una librería y me compré un libro de la colección de compactos de Anagrama. La cubierta era violeta. En la ilustración de la portada aparecía una mujer de espaldas y desnuda bajando las escaleras de un muelle para meterse en el mar. El libro llevaba por título Plataforma y su autor se llamaba Michel Houellebecq. Aunque a mí su nombre solo me sonaba vagamente, ya era un escritor muy leído en todo el mundo y directamente una estrella literaria en Francia.
Abrí el libro por la primera página. “Mi padre murió hace un año. No creo en esa teoría según la cual nos convertimos en verdaderos adultos cuando mueren nuestros padres; nadie llega a ser nunca un verdadero adulto“. Lo cerré alucinado unas cuantas horas después. Aquella lectura me fascinó. Es como si en lugar de haber devorado el libro, como se suele decir, el libro me hubiera devorado a mí. No podía dejar de leer porque yo no había leído nada parecido y, aún más, ni siquiera sabía que se podía escribir así.
Enseguida me compré otras novelas suyas: Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Lanzarote. Las disfruté muchísimo, una tras otra, cada una a su manera. Sin embargo, la fascinación -la atracción irresistible-, sin desaparecer, porque a mí me parece que lo que te ha gustado de alguna manera te va a gustar para siempre, había disminuido. La lectura afilada y salvaje de Plataforma se había suavizado y amansado.
“Es como si en lugar de haber devorado el libro, como se suele decir, el libro me hubiera devorado a mí, o podía dejar de leer porque yo no había leído nada parecido, ni siquiera sabía que se podía escribir así”.
Pensé en esto durante los últimos días, después de comprar y empezar a leer Aniquilación, la última novela publicada en España por Houellebecq, al que ya leo con la placidez y el apego de las relaciones largas. Ahora abro sus novelas sabiendo más o menos lo que me voy a encontrar, si bien con momentos de sorpresa y algún destello luminoso. De todas formas, cuando me preguntan qué libro leer de entre toda la obra de Houellebecq, siempre respondo que Plataforma, aunque probablemente no sea el mejor. Y si lo hago es porque no estoy recomendando tanto un libro como una sensación, una experiencia frágil, errática y frenética: la de la primera vez.
La primera vez que escuchas una canción. La primera vez que paseas por una ciudad que no conoces. El primer día de clase, de trabajo, de vacaciones. La primera vez que montas de niño en una atracción. La primera vez que vas al estadio de tu equipo. La primera vez que ves el mar. La primera vez que rozas tus dedos con los de otra persona. La primera vez que pruebas una comida desconocida. La primera vez que te envía un mensaje. La primera vez que abres una estrella con un mechero. La primera vez que te enamoras. La primera vez que ves la cara y los dedos de tu hija, o de tu sobrino, o de tu ahijada. La primera vez que te emborrachas. La primera vez que te rompen el corazón.

Las primeras veces no son intrínsecamente buenas ni malas: hay que verse. Tampoco son mejores o peores que las segundas o las quintas. Pero son memorables. Suceden antes de que ocurran, en la expectativa, y se quedan durante años, y a veces para siempre, en la memoria. Por eso recordamos la ropa que llevábamos el primer día de trabajo, o lo que pedimos en aquel bar la primera vez que quedamos con una chica, y el recuerdo de lo que pasó se mezcla un poco con lo que habíamos soñado que ocurriría.
A veces pienso que la vida no es más que ir por ahí repitiendo las cosas que nos gustaron muchísimo la primera vez que las hicimos. Tratar de reproducir ese sabor, ese olor, esa sensación, aún sabiendo que fracasaremos, como si intentáramos encender un mechero con la piedra estropeada. Es tan adictivo sentir las cosas por primera vez que hay verdaderos yonquis de la novedad, auténticos profesionales de las primeras veces. Todos conocemos a personas enganchadas a las relaciones efímeras, a reventar de adrenalina con drogas o nuevos deportes de riesgo. Como los niños que piden repetir un juego absurdo una y otra vez, y otra, y otra.
“Es tan adictivo sentir las cosas por primera vez, que hay verdaderos yonquis de la novedad”.
Todos los días paso cuatro veces por la Plaza del Obradoiro. Es divertidísimo lo fácil que resulta distinguir a las personas que están allí por primera vez, enfrente de la Catedral, y las que no. Las que pasan a un ritmo ligero, como yo, mirando a las piedras del suelo. Tratando más que nada de evitar que les toque pararse para sacarle una foto a los peregrinos emocionados.
Siempre he pensado que es un poco injusto: lo que en su día fue extraordinario se vuelve luego común y corriente. Está bien darse cuenta de vez en cuando de que lo que para ti ahora es rutinario, para los demás sigue siendo asombroso y excepcional. Tu mirada y tu experiencia no definen más cosas que tu mirada y tu experiencia, no sé si me explico. El esfuerzo hermoso e imposible es el de tratar de ver las cosas y a las personas que nos rodean como si fuera la primera vez.
No todas las primeras veces son igual de deslumbrantes. No todos los autores nuevos que leí antes y después me fascinaron tanto como Houellebecq. Por eso sigo leyendo todo lo que publica, no tanto por fidelidad a lo que tuvimos como por la expectativa de lo que todavía podríamos tener. Lo novedoso no siempre es mejor. Tampoco lo antiguo: de lo antiguo solo ha quedado lo mejor, por el filtro del paso del tiempo. La nostalgia por otras épocas no es más que una forma de echar de menos cómo nos sentíamos cuando todo empezaba, o sea nostalgia por las primeras veces.