El escritor Xacobe Pato nos habla, en esta tercera entrega de No disparen al librero, de la literatura de Alejandro Zambra y su poder como metáfora de esas relaciones que son como los palafitos de Chiloé, vistosos y coloridos pero también irremediablemente frágiles y mudables.
Durante la lectura de ciertos libros hay un momento muy salvaje en el que sientes que de verdad entiendes a un autor; pero hay otro aún más impresionante y menos común: cuando adviertes que es el autor el que te ha entendido a ti. A mí me ha pasado estos días leyendo Poeta chileno (Anagrama, 2020), la última novela de Alejandro Zambra.
Es un acontecimiento feliz e improbable, que con suerte ocurre unas pocas veces, y hasta puedes echar toda una vida lectora sin que pase nunca, de la misma forma que hay personas que andan por el mundo sin enamorarse o sin que les rompan el corazón, o sea sin mancharse. Al terminar una lectura así lo único que quieres es capturar la sensación que te ha dejado y tratar de convencerla, en vano, para que no se marche nunca.
«Al terminar una lectura así lo único que quieres es capturar la sensación que te ha dejado y tratar de convencerla, en vano, para que no se marche nunca».
Hay un pasaje en Poeta chileno en el que una periodista norteamericana y una poeta chilena mantienen una conversación casual sobre rupturas amorosas a cuenta de la desoladora historia de la periodista con su exnovia en Nueva York. «Échala nomás a la Jessye», dice la poeta. «Harto fresca la fulana. Huevona patuda».
Medio desconsolada, la periodista responde que no puede hacerlo porque aquella tampoco es su casa. La poeta le pregunta entonces si ha oído hablar de los palafitos, y lo hace para explicarle cómo es posible que, cuando un amigo suyo se separó, la mujer se llevara la casa y él se quedara con el terreno.
Los palafitos son casas elevadas con largos pilares de madera hundidos en aguas tranquilas, como lagos o lagunas. Se encuentran en distintos países a lo largo del mundo: Venezuela, Argentina, Birmania. También en Chile. La poeta le cuenta que donde ella vive, en la isla Grande, situada en el archipiélago de Chiloé, al sur del país, también hay palafitos en tierra firme, y que allí hunden los pilares, evitando así los problemas que se plantean cuando el terreno es disparejo. Es como una casa con patas, le dice. Una cosa es el terreno y otra cosa es la casa. Y si una pareja se separa a lo mejor uno se va con la casa y el otro se queda con el terreno.
Si uno busca en Google imágenes de los palafitos de Chiloé se encuentra con un paisaje magnífico de casas de madera, efectivamente con patas, pintadas con mil colores, como en un cuento, y todos esos colores reflejados en la orilla del mar. Sin embargo, si uno entra en detalle y presta verdadera atención, palafito a palafito, lo que acierta a ver son casas muy frágiles, medio destartaladas. Si uno, además, se pone a leer sobre los palafitos de Chiloé, descubre que sus habitantes suelen tener problemas de salud relacionados con la contaminación del agua y la falta de alcantarillado.
«Una cosa es el terreno y otra cosa es la casa. Y si una pareja se separa a lo mejor uno se va con la casa y el otro se queda con el terreno».
La periodista le pregunta a la poeta lo que todos le preguntaríamos a una poeta en una situación así, seamos periodistas o no: ¿cómo carallo se mueve una casa? Las montan sobre troncos muy gruesos y luego las transportan en carros tirados por bueyes. En el archipiélago de Chiloé también se da la situación de tener que trasladar casas de una isla a otra, asegurando los troncos y formando una balsa que mueven después con lanchas. La casa navegando entre las islas: la imagen es potentísima, digna de una película de Pixar. Además es muy práctico porque ni siquiera hay que desocupar los cajones, aunque parece recomendable quitar los cuadros de las paredes por si se caen.
A la poeta le parece bien saber que una casa no está pegada a la tierra; que sirve para la tierra y también para el mar. «Es bueno que la casa tenga patas, todas las casas deberían tener patas». La periodista, conmovida, dice: «Es hermoso». Para mirar la realidad con un filtro poético las poetas no tienen rival, pero las periodistas, en especial las que tienen el corazón roto, no se quedan atrás.
Leyendo sobre todo esto pensaba yo que es posible que hoy más que nunca nuestras vidas transcurran en palafitos de colores con pilotes como estacas hundidos en la tierra, o en la orilla del mar; palafitos que, bien mirados, también son delicados y están medio en ruinas. Yo pienso como la poeta chilena de la novela de Zambra: es bueno que la vida tenga patas, todas las vidas deberían tener patas. Para poder acarrearlas por el mundo adelante, o navegar con ellas a cuestas, de isla en isla, porque el terreno sobre el que las construimos a veces no es nuestro y a veces ni siquiera es donde queremos estar.
Yo en mi palafito, que pintaría quizás de verde o quizás de blanco, quisiera tener siempre a un puñado de personas, y de vez en cuando alguna más. Quisiera tener también algunos discos y los libros que más me gustan, y los que me gustan menos: cuando las cosas van mal, avisa Zambra, uno quiere leer libros malos, que tranquilizan, que aletargan, porque los buenos no hacen más que recordarnos la complejidad de la vida.
Nuestras vidas transcurren en palafitos con sus pilares hundidos en la tierra o flotando entre las islas de un archipiélago, y a menudo tenemos tantas cosas y a tanta gente dentro que nos sorprendemos pensando en cómo es posible que la casa no se esté yendo a pique, que no se hunda, si lo dice la física. Pero luego resulta que no se hunde, que de alguna manera se mantiene a flote, a veces sin dirección, pero buscando siempre un terreno nuevo donde asentarse.