A menudo pienso que todo lo malo que nos pasa por la noche, y casi todo lo bueno, empieza con una canción de mierda, como esto que me sucedió hace años.
Supongo que en aquel momento estaba sonando una canción de mierda y por eso decidí ir al baño. A menudo pienso que todo lo malo que nos pasa por la noche, y casi todo lo bueno, empieza con una canción de mierda. Lo que voy a contar sucedió hace muchos años, por lo que será inevitable no mezclar la realidad con un poco de leyenda, exactamente igual que cuando escribo de algo que pasó hace dos horas.
Llevaba ya unos meses con una beca Erasmus en Padova, en la región del Véneto, al noreste de Italia. Puede que fuese un martes o un jueves y seguro que era tarde. Como tantas noches, mis amigos y yo habíamos ido a Le Queen, una discoteca miserable y fascinante a las afueras de la ciudad. Fui al baño y al entrar observé asombrado una escena disparatada: dos erasmus vascos estaban reteniendo a alguien dentro del habitáculo del único váter, sujetando la puerta con cierta fuerza.
La persona que estaba retenida al otro lado aporreaba la puerta con violencia y gritaba en italiano que le dejaran salir, o eso interpreté yo, porque lo cierto es que no tenía ni idea de italiano, que era el idioma que creía que se hablaba en Italia. El escenario era delicado. Hay que tener en cuenta que entonces la banda terrorista ETA seguía en activo y la metáfora, bien problemática, se estaba escribiendo sola: yo ya no sabía si aquellos vascos eran erasmus o gudaris, si es que hay alguna diferencia.
«La persona que estaba retenida al otro lado aporreaba la puerta con violencia y gritaba en italiano que le dejaran salir, o eso interpreté yo».
En este punto tengo que ser claro: yo estaba borracho. Aún así no quise hacerme el héroe ni el gracioso. Me encogí de hombros, me desabroché los pantalones como un verdadero gañán, y rompí a mear en el lavabo, un poco de puntillas porque casi no llegaba a encestar. Cuando terminé, abrí el grifo de agua fría y luego un poco el de agua caliente por si las moscas. Entonces los dos vascos se cansaron de la broma, dejaron de sostener la puerta y se marcharon.
Yo me quedé pensativo justo enfrente del váter porque estaba muy verde y aún no sabía que pensar mucho suele generar más problemas que soluciones. El italiano reaccionó dándole un punteirolo a la puerta para liberarse; supe luego que pensando que aún había alguien ejerciendo presión al otro lado. La puerta se abrió de golpe, a gran velocidad, e impactó violentamente en mi cara como un latigazo. No recuerdo sentir dolor, ni tampoco gloria, pero sí que me miré al espejo del lavabo y si no me desmayé fue porque Dios no quiso: ojalá lo hubiera hecho.
Tenía una brecha larguísima recorriéndome la frente de arriba abajo hasta la ceja derecha. Alrededor, mi cara se iba hinchando a toda velocidad, como si la realidad hubiese dado paso por fin a los dibujos animados. Del váter salió el italiano, al que yo tenía medio ubicado de algún botellón, hecho un basilisco y al grito de stronzzo, cazzo y ya directamente figlio da puttana, dando por hecho que había sido yo el gracioso que le había tenido encerrado. Mantuve la calma y volví a mirarme en el espejo: había sangre por todos lados. Él seguía gritándome con una cadencia irritante y a mí entonces me pareció que ya se estaba poniendo un poquito histérico.

Como nunca tuve facilidad de palabra, aún menos en italiano y borracho, decidí resolver nuestro conflicto a hostias. No se me ocurrió mejor alternativa que cerrar muy fuerte los ojos y lanzar un puñetazo, un poco al chou, sin pararme mucho a calibrar. Yo ya había tirado aquí y allá algunos puñetazos y bofetones e históricamente no había sido mucho de acertar. Pero milagrosamente al italiano le impacté de pleno encima de la ceja, y no es que esté orgulloso, pero desde el momento en que el puño se había lanzado y el mal estaba hecho, yo creo que más me valía acertar.
El baño de Le Queen era tan pequeño que el pobre hombre, al recibir mi derechazo limpísimo, se golpeó la cabeza con la pared y se desplomó. Quedó allí tirado y casi me entraron ganas de decirle «no será para tanto». Pero salí de allí a toda prisa, con la duda razonable de si no lo habría matado.
Al verme sangrando como una bestia, mis amigos se me echaron encima. Me preguntaron quién había sido, un poco para tantear si había que liarla parda o era mejor dejarlo correr. Que yo entiendo que está bien informarse de con quién te juegas los cuartos antes de ponerse bravo y hacer cosas de las que luego te puedes arrepentir.
«No se me ocurrió mejor alternativa que cerrar muy fuerte los ojos y lanzar un puñetazo: salí de allí a toda prisa, con la duda razonable de si no lo habría matado».
Entonces levanté las manos para tranquilizarlos en un gesto que me honra y les dije, seguramente en el momento más cinematográfico de mi vida, que ya me había ocupado de él. Nos sacaron a todos de la discoteca. Por un lado estaba el italiano, al que sus amigos llevaron en taxi al hospital; y por otro estaba yo, solo que mis amigos no llegaron a un acuerdo para pagar el taxi a escote y acabé yendo de paquete en una bici con una rueda pinchada.
Después de que nos atendieran a los dos, el italiano y yo coincidimos en un pasillo del hospital. Yo aún estaba borracho y muy en son de paz, venía de preguntarle al personal sanitario adónde se iba ahora; él seguía enfadado, que ya empecé a pensar si no tendría un poco de mal genio. Entonces se acercó a mí al grito de “tre punti, tre punti!”, que eran los que le habían dado encima de la ceja. Yo, señalando mi frente maltrecha, le repliqué: “dieci!, dieci punti!”. Más que dos borrachos violentos parecíamos un alero y un escolta peleando por el MVP del partido. Después de hablar un rato y aclarar la situación, chocamos las cinco, supongo que por hacer una media, y nos dimos un abrazo emocionantísimo.
Los vascos resultaron ser compañeros de piso del italiano, que aún por encima era de Nápoles. A los pocos días me contaron en un aparte que el muy napolitano me andaba buscando y por la cara que pusieron no había duda de que se había ido calentando con los días. Quizás había cambiado de opinión sobre lo de hacer las paces. En definitiva, presumiblemente me iba a ofrecer unas hostias. Yo aquel día todavía tenía la cara hecha un cristo y seguía tomando antibióticos: no estaba para mucha verbena. Así que les dije que le transmitieran a su compañero que lo mejor iba a ser que no nos viéramos en un tiempo, que para qué íbamos a estropear con una relación seria una bonita aventura de una noche.