
El joven músico californiano Nick Waterhouse expide uno de los más ardientes tratados retro-soul de los últimos tiempos.
Si suspiráis por un disco que suene a los años cincuenta o sesenta, pero despachado con el ardor de los músicos contemporáneos, un artefacto que guarde las trazas de cualquier otro producto vintage pero con la inspiración borboteando tan alto que supere el simple capricho nostálgico, este es vuestro disco.
Si os gusta el soul, pero también el rhythm and blues, el swing, el jazz de la era de las big bands y los girl groups de hace seis décadas, este es también vuestro disco.
Si os gusta el soul, el rhythm and blues, el swing o el jazz, este es vuestro disco.
Si os pirráis por una buena guitarra surf, por unos coros – femeninos, masculinos – bien hechos, por una voz vigorosa y rebosante de sentimiento, capaz de llenar por sí sola cualquier estancia, por un sonido que os transporte a la edad dorada de Hollywood, a la meca de los mitos del celuloide con cuyo material se tejieron nuestros sueños, este es también vuestro disco.
Ahí donde lo veis, con sus gafas de pasta negra, su tupido flequillo y ese aire de empollón de instituto yanqui, Nick Waterhouse es un joven – bueno, quizá no tanto, es de 1986 – nacido en Santa Ana, California (lugar al que dedica aquí, por cierto, una canción), que se crió escuchando los discos de Wilson Pickett, Aretha Franklin, John Lee Hooker o Van Morrison que sonaban en casa de sus padres.
En lo suyo, aprendió de los mejores. Y se curtió como vocalista, guitarrista y DJ.

Tiene toda la pinta de un discreto Clark Kent que se transforma en un nuevo e inopinado héroe del soul tan pronto como se cuelga su guitarra al cuello y encara un micro.
Este Promenade Blue (Innovative Leisure, 2021) es ya su quinto álbum, y cuenta de nuevo con la coproducción de su amigo por Paul Butler, conocido por su trabajo para Michael Kiwanuka, uno de los últimos titanes de la música negra.
Es, con toda seguridad, el mejor que ha publicado.
Waterhouse es como Richard Hawley, como James Hunter, como Mayer Hawthorne. Juega en esa liga. Se inspira en esos grandes clásicos, que ya no son de este tiempo, para propulsarlos al presente. Su misión no es innovar, ni deconstruir ni romper. Como mucho, actualizar. Y recrear. Recrear estupendamente.
Los coros de la escuela Motown de “Place Names” y sus medidos arreglos de cuerda, las guitarras surf de “The Spanish Look”, el musculoso soul de “Vincentine”, las armonías vocales a lo The Drifters de “Medicine”, el aliento crooner de “Very Blue”, el swing de “Fugitive Lover”, el delicioso instrumental jazz que es “Proméne Bleu” o ese aire a lo “Hit The Road, Jack” (Ray Charles) que desprende “To Tell” son argumentos de suficiente peso como para apuntarse al club Waterhouse. Sin dudarlo.