El cuarteto de Oxford enderezó su carrera hace dos décadas con un disco que asumía influencias de la electrónica, el free jazz, el ambient y el art rock, y que marcaría el resto de su carrera.
«Me negarás tres veces antes de que cante el gallo», le dijo Jesucristo a Pedro. Y Radiohead se negaron a sí mismos al menos un par de veces, aunque para ellos el kikirirí se hiciera esperar durante cerca de un lustro. Ocurrió a principios de los 2000. Negarse a sí mismo es una de las cosas más saludables que cualquier creador puede hacer. Permanecer anclados en el inmovilismo no debería ser una opción, salvo que te llames Ramones.
Las fotos fijas no sirven para definir épocas mudables. Si la música popular aspira a ser un reflejo de su propio tiempo, no debería repetirse como el ajoaceite. Es abjurar de su propia cualidad de termómetro social. Conformarse con quedar reducida a simple muzak. Un sonsonete meramente decorativo. Epidérmico.
Radiohead empezaron a tener todo esto bien claro a finales de los años noventa. Podían haberse dormido en lo laureles de un disco tan excepcionalmente acogido (demasiado, diría yo) como fue OK Computer (Parlophone/Capitol, 1997). Pero quisieron cambiar el guión. Mudar de piel. Jugar, experimentar, arriesgar. Probar con instrumentos y softwares que nunca habían utilizado. Ponerse a prueba a sí mismos sin una hoja de ruta definida. Disfrutar del trayecto sin pensar en la meta. Ponerse al límite de sí mismos y comprobar hasta dónde podían llegar. Seguramente eran conscientes de que no iban a descubrir el mecanismo de la rueda, ahí estaba la electrónica del sello Warp (Aphex Twin, Autechre, Boards of Canada) a la que no iban a superar en audacia formal ni en capacidad de ruptura.
Pero el solo hecho de adoptar algunos de sus métodos y texturas en un formato de rock para todos los públicos ya era un logro. Lo mismo que hizo Madonna con el italodisco o el house o lo que más tarde logró Björk con el masaje sensorial de la microelectrónica. Acercar a las masas algunas de esas corrientes subterráneas y, de paso, renovarse a sí mismos/as con sonoridades que ahuyentaban cualquier atisbo de obsolescencia programada. Descubrir músicas ajenas al mainstream para nutrirse de ellas y al mismo tiempo legitimarse como la única vanguardia posible dentro de él. Alimentarse de savia nueva. Vampirizar con inteligencia.
Kid A (Parlophone/Capitol, 2000) fue el primer gran capítulo de aquella reconversión. El segundo fue su hermano gemelo, Amnesiac (Parlophone/Capitol, 2001), publicado un año después. Aprendieron a empaparse de un decálogo estilístico que les había sido ajeno hasta entonces, y a plasmarlo gracias a un instrumental que también les era completamente inédito. Se metieron a fondo en el jazz, el kraut rock, el rock paisajístico, el ambient, la electrónica y el art rock. Formas musicales dispares, tan solo hermanadas por su desdén por la estructura clásica de canción pop, el socorrido esquema de estrofa, estribillo y estrofa. Y se pusieron a probar con samplers, loops, sintes modulares de aspecto vintage, ondas Martenot y programaciones sintéticas: modos de hacer en los que el sentido de la repetición, el fortalecimiento de las texturas y la emisión de cierta emulación, desde la irrealidad de quien se opone a lo orgánico y se revuelve contra el concepto más rancio de autenticidad, es divisa común.
Como esos tahúres que cambian de estrategia cuando estás a punto de pillarles el truco, esos prestidigitadores que en el momento en el que tú vas, ellos ya han vuelto, Thom Yorke y los suyos se desmarcaron de su propia sombra justo en el momento en el que el pop y el rock británicos y europeo empezaban a poblarse de músicos en los que se reconocía su anterior influjo. Las espirales retorcidas de guitarras eléctricas, la desazón sentimental plasmada en estribillos torturados y las canciones de un abigarrado desgarro emocional habían calado ya en muchísimos grupos y solistas de fin de siglo, en parte gracias a ellos y en parte gracias a Jeff Buckley.
Pero Radiohead ya estaban a otra cosa. Habían intelectualizado su propuesta sin incurrir en lo pedante, habían demostrado que podían reflejar los temores ante un cambio de siglo que prefiguraba la silenciosa dictadura de una tecnología sin alma y habían anticipado también cómo sería la relación con sus fans. Habían demostrado, en definitiva, que podían ser un grupo relevante durante el primer tramo del siglo XXI.