La música en directo, sometida a un inexplicable agravio comparativo respecto a otras actividades, languidece en nuestro país, en abierto contraste con países de nuestro entorno que han reactivado el sector. La triste sensación es de muerte por olvido.

Supimos que teníamos un ministro que no tenía ni idea de cuál era el entramado empresarial de la música en este país. Supimos que, dentro de ese mantra de que nadie iba a quedarse atrás, la cultura sería la última en hacerlo. Teníamos claro que ya era el último mono, de hecho, sobre todo cuando el calibre tenía la medida de la comparación con el tratamiento que recibe en otros países de nuestro entorno.
Teníamos también más o menos claro el cacao mental que lleva a que gran parte de nuestros conciudadanos identifiquen música en directo exclusivamente con jarana, cachondeo, descontrol, anarquía y desorden: que los conciertos y los botellones vengan a ser prácticamente lo mismo para ellos. Y en consecuencia, que los músicos, los promotores, los productores, los runners, los riggers, los técnicos de sonido o de iluminación e incluso los medios de comunicación que se dedican a informar sobre todo esto sean perfiles profesionales que directamente no existen para ellos. O si lo hacen, que no merezcan consideración alguna.
UN AÑO Y MEDIO SIN CONCIERTOS
Y deberíamos haber sabido, después de todo lo vivido durante un año y medio en el que todo el sector ha mantenido un comportamiento ejemplar (salvo alguna aisladísima excepción), que las cosas seguirían más o menos igual de mal para el sector de la música en vivo en el último tramo de 2021. Hasta el punto de ser el país europeo que aplica las medidas más draconianas y severas sobre el sector, sobre todo si las comparamos con el nivel de vacunación de su sociedad.
En eso, en una vacunación masiva que ha sido ejemplar (ayudada porque en este país, por suerte, los magufos no están tan organizados: la población también cuenta), es en lo que sí han cumplido el estado y las administraciones implicadas. Su promesa de rebasar el 70% de vacunación pasado el verano se ha hecho realidad. Cuando se quiere, se puede.
Cuando no se quiere, no se puede.
Si tan solo la cuarta parte de ese celo lo hubieran puesto en aliviar, aunque solo fuera un poco, la desesperada situación de tantas salas y locales de música en directo, otro gallo le cantaría al sector, absolutamente ninguneado y sometido a unas exigencias que no se contemplan – ni de lejos – en estadios de fútbol, salas de cine o locales de restauración. Cuando no se quiere, no se puede.
Ha proliferado estos días por las redes sociales un mapa, este que podéis ver sobre estas líneas, que ilustra la situación. Es el mapa de la vergüenza. Directamente. Los promotores españoles ven a diario cómo se celebran conciertos y grandes festivales en el Reino Unido y en otros países del norte de Europa, y es lógico que cada vez les cueste más trabajo entender nada de lo que aquí ocurre. Las salas, el eterno semillero de músicos emergentes y el eslabón más débil de la cadena, siguen languideciendo. Parece que a nadie le importe. Veremos cuántas aguantan el tirón sin bajar definitivamente la persiana.
Las normativas siguen siendo más estrictas que para ninguna otra actividad: distancia interpersonal o intergrupal, público religiosamente sentado, ni un alma en pie, y por supuesto sin bajarse la mascarilla más que para darle sorbos a un vaso de plástico. No es igual de sencillo mantener la distancia en un cine o un teatro, con sus butacas perfectamente alineadas, que en una sala de conciertos. Mientras, los botellones, los transportes públicos, los bares y restaurantes, las manifestaciones y los eventos deportivos en los que la concurrencia se apelotona, están a la orden del día. El agravio comparativo es demasiado flagrante como para que nadie lo señale. Porque la música en directo en salas de mediano o pequeño formato tiene unas especificidades que nadie quiere atender. No demanda un trato de favor. Tan solo un trato medianamente justo.
Quizá hubiera sido de ilusos esperar que, con una industria tan consolidada, repleta de excelentes profesionales en todas y cada una de las fases que alumbran un espectáculo musical en vivo, con un circuito de salas más que poblado y un vigoroso entramado de festivales que congrega a cientos de miles de personas cada primavera, verano y parte del otoño, y que en algunas Comunidades Autónomas es un reclamo turístico institucionalmente consagrado por sus consejerías del ramo, la cultura de la música en directo fuera un bien a preservar. Pero no. El sector se desangra, y lo más llamativo es que a casi nadie parece preocuparle demasiado. Es como una agonía por olvido. Algunos compañeros de la prensa llevan días denunciándolo. Con toda razón. Pero el mensaje no parece calar. Spain is pain, que cantaban Pribata Idaho. Todavía.
