
El desastre del festival Astroworld vuelve a poner en entredicho la celebración, con plena normalidad, de eventos musicales que se han visto afectados por una tragedia. Impera la continuidad del espectáculo.
(Foto de portada: Alex Bierens de Haan/Getty Images)
Pocas cosas debe haber más contradictorias y absurdas que perder la vida en un lugar al que uno acude a pasárselo en grande. Es increíble cómo unos segundos pueden bastar para transitar del éxtasis al infierno. De la celebración de la vida al encuentro inesperado con la muerte. Pasan los años, pero no nos libramos de que, de cuando en cuando, un evento musical multitudinario derive en tragedia.
Parece como si fuera algo inevitable. Un peaje a pagar, aunque sea de manera totalmente puntual y fortuita (nadie sabe cuándo le puede tocar la china), desde el momento en el que varios miles de personas se congregan en un gran recinto para disfrutar de la música en vivo. Se sofistican las medidas de seguridad, se implementan vallas de contención cerca de los escenarios, se multiplican los servicios de asistencia sanitaria y los medios de monitorización, pero no hay forma de que nuestros noticiaros no se vean salpicados, cada cierto tiempo, de una desgracia de este tipo. Siempre hay alguna insuficiencia, alguna falta de previsión, alguna brecha.
Ocurrió por última vez en el festival Astroworld de Houston, hace unos días. Diez personas muertas, la mayoría menores de edad. Asfixiados. Aplastados entre la multitud. Un sinsentido. Han proliferado los videos, grabados con teléfonos móviles, en los que varios asistentes al concierto tratan de avisar al personal que trabajaba sobre el escenario en el que actuaba el rapero Travis Scott de las dimensiones de la tragedia. Estos hicieron oídos sordos. El show debía continuar.
El concierto se prolongó al menos durante cuarenta minutos después de que el horror empezara a tomar cuerpo. Poco importa que el propio músico haya confesado que no podía advertir el calibre de lo que estaba realmente ocurriendo desde lo alto del escenario. O que se haya ofrecido a sufragar todos los gastos fúnebres de los finados. O que manifieste estar (lógicamente) destrozado. Su imagen y la del festival que impulsa han quedado dañadas para siempre, aunque es más que dudoso que su futuro se vea amenazado: son decenas los eventos musicales que se han visto marcados por la tragedia y han seguido en pie. Incluso aunque los fallecimientos hayan llegado mientras estos se celebraban. Una primera jornada luctuosa no ha impedido (casi nunca) una segunda celebrada con plena normalidad.
“Son decenas los eventos musicales que se han visto marcados por la tragedia y han seguido en pie: una primera jornada luctuosa no ha impedido (casi nunca) una segunda celebrada con plena normalidad”.
Es una vieja historia. Desde el desastre de Altamont en 1969, con los Rolling Stones sin saber muy bien qué hacer con su directo mientras una persona del público es apuñalada, hasta lo ocurrido en Houston hace unos días, pasando por la muerte de un acróbata en el Mad Cool de 2017, el desgraciado paro cardiaco de una mujer en un baño portátil del Festival de les Arts hace unos días y muchos otros tristes sucesos como las avalanchas en el concierto de Pearl Jam en Roskilde 2000, la del Madrid Arena en 2012 o la de la Love Parade de Duisburgo en 2010. En la mayoría de casos, la actividad prosigue.
Emerge el clamor en las redes sociales pidiendo la suspensión del evento, o de lo que aún quede de él, pero no debe ser fácil tomar esa decisión como empresario. Y si eres músico, tampoco envidiará nadie estar en tu piel cuando sabes que algo extraño, inusual, anómalo, está ocurriendo, pero apenas te cercioras de un intrigante runrun de ambulancias de cuyas causas no tienes más conocimiento. Tampoco deber ser sencillo parar máquinas cuando todo el engranaje gira alrededor tuyo. Es cruel, pero también de una aplastante lógica capitalista.
Al final, el espectáculo debe continuar. Sin miramientos. Así es el mundo en el que vivimos. Inclemente. Crudo. Lo que tienes no es, ni más ni menos, que lo que facturas. Y pensar en otro desenlace, en otra forma de actuar, puede resultar cándido o ingenuo en la sociedad en la que vivimos. Como atreverse a ponerle el cascabel a ese gato al que nadie osa acercarse.
