Seguramente, Domingo Villar ha sido el autor más leído, respetado y querido en las letras gallegas de lo que llevamos de siglo. Era generoso, íntegro y bueno.
Quería escribir en presente sobre Domingo Villar para ver si así me olvidaba de que este miércoles, a primera hora de la mañana, ha fallecido a los cincuenta y un años, pero no he sido capaz. Todas las historias son susceptibles de tener un final feliz, pero para eso hay que saber cuándo parar de contarlas.
Me habría gustado saltarme las últimas páginas de estos últimos días alucinados, tal y como hizo Alejandro Zambra en el último párrafo de Poeta chileno (Anagrama, 2020): «No voy a saberlo, no vamos a saberlo nunca, porque esto termina aquí, porque esto termina bien, como terminarían tantos libros que amamos si les arrancáramos las páginas finales», pero no he podido o no he sabido.
Domingo Villar, autor superventas de novela policíaca, traducido a más de una decena de idiomas, ha sido además la persona por la que más veces me han preguntado en toda mi vida. Cuando entré a trabajar en la librería Cronopios, en 2013, él estaba a punto de publicar un libro titulado Cruces de Pedra. Tenía hasta ISBN. Por diferentes circunstancias, aquel libro nunca salió. Durante todo ese año no pasó ni un día sin que al menos un lector me preguntase por la nueva novela de Domingo Villar. Después, y durante años, por lo menos una vez a la semana alguien venía a la librería con la misma duda, «¿Para cuándo…?».
«Domingo Villar, autor superventas de novela policíaca, ha sido la persona por la que más veces me han preguntado en toda mi vida».
Hubo que esperar seis años, hasta 2019, para que publicara O último barco (Editorial Galaxia), y habían pasado diez desde su anterior novela, A praia dos afogados (Siruela, 2009). En Santiago lo presentó en Cronopios y la librería se puso imposible, tanto dentro del establecimiento como fuera, en la calle. En los ocho años que estuve allí no vi una cosa igual, ni siquiera cuando vino Geronimo Stilton.
Sus lectores no lo habían olvidado, lo que habla bien de Domingo pero también de sus lectores, y además pone en duda la supuesta importancia de la estrategia de algunas editoriales de «aprovechar el tirón» con ciertos autores. Yo creo que cuando un escritor consigue emocionar, el lector no lo olvida. Seguramente, Domingo Villar ha sido el autor más leído, respetado y querido en las letras gallegas de lo que llevamos de siglo.
En aquella presentación contó que estaba recibiendo las primeras impresiones sobre la novela, que acababa de salir. Una señora de Cuenca ya había leído sus casi ochocientas páginas. «Manda carallo», dijo Domingo, «diez años para escribirla y va una señora de Cuenca y la lee en dos días». Aquel día estuvo divertido y encantador con todo el mundo. Y yo pensaba: «qué paciencia…».
Sus libros son populares y profundos. Escritos con palabras sencillas, hablan de cosas importantes. Domingo escribía joven, escribía duro, escribía sabio, escribía compasivo, escribía alegre. Se afanaba más en encontrar sustantivos precisos y afilados, que arañasen, que en ponerlo todo perdido de adjetivos blandengues. No hay pirotecnia en sus libros, la historia manda. Sus novelas entretienen y enseñan, hacen pensar y hasta soñar. Su prosa es coloquial, musical, suena a taberna y huele a tierra y a mar.
La investigación policial ha sido el acelerador de todas sus historias. La trama es el tronco, pero sus novelas también tienen ramas y hojas y flores. Lo dijo muchas veces: mientras el lector avanza preguntándose cómo se va a resolver el crimen, él puede hablar también de soledad, de relaciones entre padres e hijos, de los cambios en una ciudad, del mar, de medio ambiente, de música o de gastronomía. Tan importante o más que la intriga es lo que sucede alrededor. Sabía, porque lo había leído en autores a los que admiraba, como Camilleri, Simenon o Raymond Chandler, que las novelas de género podían ser cultas, amenas y hondas.
Cada capítulo podría leerse como un canto de amor a una tierra de la que se había marchado y que sin duda echaba de menos. Llevaba treinta años viviendo en Madrid, pero seguía escribiendo desde Galicia. Situar sus novelas en Vigo era una forma de volver, de luchar contra la morriña. La escritura era el enlace mágico con su tierra y con el mar.
«Domingo Villar sabía que tan importante o más que la intriga es lo que sucede alrededor, porque lo había leído en autores a los que admiraba, como Camilleri, Simenon o Raymond Chandler».
Si Camilleri contó el mundo desde Sicilia, Montalbán desde Barcelona y Lehane desde Boston, él lo contó desde un recuncho de la ría de Vigo. «O escenario que a min me rabuña por dentro é Galicia«, dijo a la revista Luzes en 2019. Escribía simultáneamente en castellano y en gallego. Los diálogos primero en castellano, pero la narración primero en gallego, porque le colocaban emocionalmente en el lugar desde el que quería escribir.
Se definía como un pesimista alegre. A la periodista de Onda Cero Susana Pedreira le contó que solía pensar que todo iba a salir mal pero igual siempre estaba contento. Un día me llamó para acompañarle en una charla. Yo le pregunté muy en serio si no se habría equivocado de número. Era generoso, íntegro y bueno. Me dejó, por si me apetecía aprenderla, la lección de cómo trata un escritor de verdad a un aspirante: con respeto, con cariño, sin condescendencia y sobre todo entre risas. La escritora Cristina Sánchez Andrade lo ha definido como un gamberro camuflado de serio.
«Cuando uno empieza una novela es como cuando se empieza una singladura en barco» -dijo en una entrevista-, «uno sabe cuando zarpa pero no cuando va a llegar». También nos vale para la vida, cuya trama a menudo es incompresible e injusta. Es normal sentir rabia cuando leemos la vida, porque quien la escribe hace trampas. Domingo Villar le dedicó su tercera novela a su madre. La segunda a su padre. Y la primera a su mujer, «Beatriz, que me achega ao mar nos seus ollos».