Hay más sociología en un álbum de fotos que en cien libros de cualquier biblioteca, y más jerarquía que en las olvidables imágenes que guardamos en el móvil.
Siempre que íbamos a casa de la abuela cogíamos uno de sus álbumes de fotos de la estantería. Eran muchos y muy gruesos. Eran verdes, granates y marrones. Algunos tenían fotografías casi actuales, desde que empezamos a nacer sus nietos hasta un presente difuso que se estiraba como un bostezo. Los álbumes, como la memoria, son guardianes del antes pero se alimentan del ahora.
Otros tenían fotos más antiguas, en blanco y negro. En ellas aparecían personas a las que no habíamos visto antes y con las que nos fuimos familiarizando poco a poco, como si fueran los personajes de una novela coral. “¿Y estos quiénes son, abuela?”.
Ella nos contaba, con los ojos brillantes, de su madre, de su padre, de sus hermanos. Estábamos todos, dentro de aquellas páginas gruesas, en una reunión familiar que no se acababa nunca. Los álbumes de fotos no dejaban que la abuela se quedara sola.
“Gracias a todas esas fotos conocimos a nuestros padres cuando aún no eran nuestros padres, a la abuela cuando aún no era la abuela y al abuelo al que nunca conocí”.
Mi hermana y yo nos sentábamos en el sofá del salón con los álbumes encima y los pies colgando, y así supimos de mil historias, las más interesantes del mundo, que son las propias. Gracias a todos esos álbumes conocimos a nuestros padres cuando aún no eran nuestros padres: cuando eran unos novios raros, guapísimos y asustados.
También conocimos a la abuela cuando aún no era la abuela, y ni siquiera la madre de mi madre, y sobre todo al abuelo, al que en realidad yo nunca conocí. Y viendo de niños a todos mis primos entendí que ya entonces estábamos destinados -o condenados- a ser quienes somos ahora.

Las historias familiares de las que me he ido enterando después van acompañadas en mi mente de unas imágenes que se corresponden con todas esas fotos. Da igual que algunas no cuenten exactamente la verdad. Que haya quien salga sonriendo cuando un rato antes estuvo llorando. Y da igual porque ni la literatura ni las películas cuentan exactamente la verdad, y sin embargo son ciertas, como las fotos.
Si entendemos un diario como el reflejo íntimo de la persona que lo escribe en un momento determinado, los álbumes de fotos son efectivamente diarios de familia que se escriben entre todos. En los álbumes están presentes la mirada del fotógrafo, la sensibilidad de la persona que selecciona y ordena, y el temperamento y las maneras de los que aparecen en las fotos.
“Los álbumes sirven para perpetuar las historias de las familias y a la vez cuentan muchísimas otras cosas”.
Los álbumes sirven para perpetuar las historias de las familias y a la vez cuentan muchísimas otras cosas. Los coches antiguos, la ropa de otra época, los peinados imposibles. En todas esas fotos se ve el efecto salvaje del paso del tiempo en las personas, pero también en los lugares, en las casas, en los pueblos. Gracias a esos álbumes tengo la imagen vivísima de mis tíos treintañeros con un montón de hijos. Hay más sociología en un álbum de fotos que en cien libros de cualquier biblioteca.
En el móvil tengo miles de fotos que no miro nunca porque no sabría por dónde empezar. El álbum tradicional jerarquiza la historia de las familias de la misma forma que los periódicos en papel ordenan las noticias del día, y así el mundo. Las fotos que guardamos en el móvil son como las noticias que nos llegan a través de las redes sociales. Se mezcla lo importante con lo banal y estamos informados de todo sin enterarnos de nada. Las noticias más visitadas en los medios digitales, como la mayoría de las fotos del móvil, son perfectamente olvidables.
Pensaba en todo esto el otro día mientras escuchaba la conversación que la artista Coco Dávez mantuvo con la fotógrafa y comunicadora Bea Gaspar en el podcast Participantes para un delirio. Gaspar imparte un curso sobre fotografía llamado “Diarios de familia”, que precisamente trata de recuperar el valor del álbum de familia tal y como se entendía antes.
En un momento de la charla, contó algo que me llamó la atención: más allá de que los álbumes tengan la función de ordenar los recuerdos, dijo, son una forma de pasar tiempo en familia, recordando momentos, lugares y personas. Ella misma confesó que pasaba horas en casa de sus abuelos viendo fotos.
No se trata tanto de guardar las fotos por instinto de conservación, o afán de posteridad, como de pasar un rato mirándolas aquí y ahora. No se trata de atesorar, sino de compartir. De reírse, de ponerse nostálgico, de echar de menos: de pasar una tarde de domingo mirando y contando historias antiguas con la gente a la que quieres, como en una foto feliz.