No se necesita mucho más que el gesto de alguien para que la trama o la vida echen a andar. Somos lo que contamos y lo que no, y en los gestos propios está todo lo que no podemos ocultar.
Una de las conversaciones más sinceras que tuve en mi vida fue totalmente a oscuras. Sucedió un verano de hace seis o siete años. Un amigo y yo entramos en la habitación del hotel donde nos alojábamos. Llegamos tardísimo, montando el correspondiente escándalo. Hicimos algún chiste y charlamos superficialmente hasta que apagamos la luz para dormir. Entonces, casi como última broma, la cosa se puso seria. Volvimos a hablar pero esta vez sin poder vernos y las verdades aparecieron como si fueran luciérnagas, iluminando a ratos la penumbra.
Cuando ya se intuía la luz del sol entrando por la ventana y amenazaba con exponernos, decidimos que había llegado el momento no ya de echarnos a dormir sino de volver a las bromas y a la charla superficial. Atrás quedaron unas lágrimas liberadoras. No las habíamos visto, pero sí escuchado, y sonaban como el mar de madrugada.
Yo creo que es más fácil ser honesto cuando no se establece contacto visual con los demás, y lo que importa de ese contacto visual no es tanto lo que vemos como sabernos vistos. Cuando hablamos con alguien sin poder verlo -y sin que ese alguien pueda vernos a nosotros- nos sentimos menos expuestos, tanto a las reacciones del otro como a las propias.
“Las mentiras que decimos -y que nos decimos- muchas veces contienen más verdad que las propias verdades”.
La luz muestra lo real pero tal vez la oscuridad sea una aliada de la verdad. A oscuras, al no ser revelados contra nuestra voluntad, nos sentimos más cómodos mostrándonos voluntariamente. Será por eso que cuando alguien se emborracha se dice que va ciego. Y lo relevante de esa ceguera no es tanto que el borracho no pueda ver como que tiene la placentera sensación de no ser visto.
Somos lo que contamos y lo que no contamos. Las mentiras que decimos -y que nos decimos- muchas veces contienen más verdad que las propias verdades. Una parte fundamental de lo que contamos sin contarlo está en los gestos y somos emojis andantes. Los gestos nos desnudan. Nos suben a un escenario y nos ponen todos los focos encima.
Mover mucho las manos. Ruborizarse. Sentarse en el borde de la silla. Ordenar y desordenar las cosas que se tienen delante. Jugar con el azucarillo del café en la sobremesa. Un tic nervioso. Rascarse la cara o la barba. Morderse las uñas. Colocarse el pelo compulsivamente. Llorar cuando no se quiere llorar. Reír cuando no se quiere reír.

En el lenguaje no verbal está todo lo que queremos y lo que no queremos saber de los demás. En los gestos propios está todo lo que no podemos esconder.
Siento una mezcla extraña de curiosidad y ternura ante las personas que no paran de gesticular, que dan mucha información con su expresión o su postura. Somos espectadores privilegiados de las relaciones humanas. En una conversación podemos participar y también podemos observar lo que dicen y lo que no dicen los demás: en todo ello hay una información poderosísima que nos acerca y nos aleja de ellos. A mí me conmueven las personas con un mundo gestual rico donde es fácil encontrar las grietas. Esa gente que confiesa estar incómoda, o sufriendo, o en calma, sin decir ni pío. En cambio, me interesan bastante menos las personas que no se agitan, que no se tocan, que exhalan seguridad al colocarse las gafas.
“Conocer a una persona es aprender a leer en sus gestos”.
Conocer a una persona es aprender a leer en sus gestos (hay por ahí novelas que caminan, y hablan y sienten). Un ademán levísimo puede revelar todo el comportamiento de alguien. En una postura se puede leer su biografía. Está a la vista de todos: su pasado, su presente y su futuro, sus sueños, sus frustraciones, sus alegrías. Los gestos muestran toda la vulnerabilidad que intentamos esconder desesperadamente. Detrás de una expresión, de una mueca, se esconde un miedo, una pasión, una vida entera. Si además esa mueca proviene de una persona a la que queremos puede alegrarnos una noche o destrozarnos la vida. Los gestos son armas involuntarias de destrucción masiva.
Cuando somos capaces de verbalizar lo que nos molesta, frenamos cierta violencia interior contra los demás y contra nosotros mismos. Se dice que la comunicación es un acto de resistencia a la violencia y que la sociedad se fundó la primera vez que los seres humanos resolvieron un problema con un insulto y no con un golpe. Los gestos tienen algo instintivo y animal, por automáticos, por irreflexivos, pero también humano, porque son un ejercicio de contención. Gesticulamos para no hacer cosas aún peores.

Hay numerosos artículos que nos enseñan a dominar los gestos. En las entrevistas de trabajo pero también en la vida. Nos enseñan a ponernos armaduras, a fingir, y a mí eso me parece bien porque fingir es importantísimo. Pero la forma en que fingimos también nos revela: los gestos son finalmente indomables.
Los gestos también son polisémicos. Morderse un labio, por ejemplo, puede significar que una persona está en tensión, o preocupada, o que siente deseo, o violencia, o desengaño, o agresividad, o que está a punto de romperse. Es un gesto que evoca contención o intención, que muestra las ganas de resistir, de aguantar, pero también de sucumbir, de someterse. Es un gesto que parece sostener con los dientes todas las emociones del mundo.
Un gesto es un hilo del que tirar. Al ponerle una lupa encima puede pasar cualquier cosa. Puede dar lugar a una imagen, a un concepto, a un cuento, a una historia, a una canción, a un artículo. No se necesita mucho más que el gesto de alguien para que la trama o la vida echen a andar.